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elCreador.md

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El creador
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author
Salomo Friedländer
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editor
Lucho Tapia
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translator
Luisina Rüedi
scheme text
ISBN-13
978-84-940629-5-7
2020-04-04
es-ES
Catalogado por su autor —Mynona («anónimo» al revés)— como «el experimento mágico más profundo desde Nostradamus», El Creador cuenta la historia de Gumprecht Weiss, un intelectual que se ha retirado de una vida de libertinaje para perseguir sus solitarias reflexiones filosóficas. Al principio soñando y luego encontrándose en la vigilia con una atractiva joven llamada Elvira, Weiss descubre que ella ha escapado de las garras de su tío, el barón, que la ha estado usando como conejillo de indias en sus experimentos metafísicos. Pero el Barón los alcanza y convence a Gumprecht y Elvira para que acudan a su laboratorio, para participar en un experimento destinado a salvar la brecha entre la conciencia despierta y el sueño, entrando en un espejo diseñado para doblar y mezclar realidades. La fábula filosófica de Mynona fue descrita por el legendario editor alemán Kurt Wolff como «una estación más lejana en el imaginativo tren del pensamiento de Hoffmann, Villiers, Poe, etc.», cuando apareció en 1920. La edición se completa con un prólogo del pensador chileno Claudio Naranjo y una serie de fotografías de los artistas plásticos Jerónimo Rüedi & Josue Eber Morales, que reinterpretan las ilustraciones originales de Alfred Kubin
La Vorágine
literatura alemana, dada, expresionismo, Gestalt, Mynona, , psicoanalisis, Novela
© 2020 La vorágine, CC BY-NC
es-ES
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Prefacio

Por primera vez me encontré con el nombre de Salomo Friedländer leyendo el libro Yo, hambre y agresión, de Fritz Perls, que comienza precisamente con un homenaje que Fritz le hace a este hombre que fue la persona a quien más admiró. Poco dice, sin embargo, Perls de Friedländer aparte de citar su concepto de la indiferencia creativa, y hubieron de pasar muchos años hasta que cayera en mis manos una copia del libro que lleva este título, que fue destruido por los Nazis como otras obras de procedencia judía. Por suerte pude tener acceso a la fotocopia de un ejemplar de La indiferencia creativa que había quedado en manos de Laura Perls, y leyendo algo de éste con mi mal alemán tomé la iniciativa de decir algo más sobre Friedländer en un congreso de Gestalt que tuvo lugar en Valencia. Para entonces también yo había llegado a conocer el enorme repertorio de obras de Friedländer, que no solo escribió bajo su nombre, Salomo Friedländer, sino que también firmaba a veces con el nombre Mynona (la palabra anonym al revés). Las obras filosóficas las firmaba con su nombre, y las obras de ficción con su pseudónimo.

Naturalmente, al conocer los títulos de otras obras de Friedländer y de Mynona me interesé también en poder conocerlas, y se vino a cumplir este deseo a través de un contacto con Hartmut Geerken, quien por aquel entonces se había constituido en un heredero de sus manuscritos y se proponía ir dándolos a conocer. En algún momento le hice llegar a Geerken un pequeño artículo acerca de la influencia indirecta de Friedländer sobre la Gestalt y él a su vez me pidió un prólogo para algún libro de Friedländer que publicaba (o más de uno, porque también escribí algo para uno llamado El yo mágico que entiendo que fue su último manuscrito filosófico). Debe de haber sido en ese tiempo que conocí la edición alemana de este libro (El Creador) que ahora se quiere publicar en castellano, que me pareció fascinante, y por ello ahora que a través de mi editor me llega la pregunta de si se puede recurrir a mi prólogo anterior a fragmentos de Mynona, he preferido redactar estas líneas como expresión de aprecio a esta obra especialísima que se dice de ficción pero que tal vez transmite asuntos filosóficos de manera más adecuada que el razonamiento abstracto de los filósofos.

Mencionaré que pasé por un período de irritación con Friedländer, que se me volvió demasiado arrogante, hasta tal punto que cuando supe que Thomas Mann se había negado a darle su apoyo para la emigración de Francia (en la época en que los alemanes tomaban posesión del país) me pareció comprensible que este ser tan arrogante e irritante no hubiera encontrado un apoyo más humanitario. Al leer esta obra, sin embargo, siento renovada mi admiración por la elevación espiritual de este hombre tan particular, que al hablar del «yo» va tanto más allá del yo superior de los psicólogos o del «punto neutro» de la Gestalt o del simple no yo, apuntando más bien a la totalidad universal con que llega a identificarse la conciencia cuando logra deshacerse de sus identificaciones parciales y contempla la existencia ordinaria como un sueño o ficción. Cita Mynona a Schopenhauer, que dijo que la experiencia era una metafísica experimental, y me parece que la ficción es también una metafísica alternativa que expresa más directamente el conocimiento vivencial de la interioridad que el pensamiento filosófico racional.

Claudio Naranjo, Barcelona, 2019

I

Una noche, a eso de las tres, desperté de un profundo sueño sin sueños. Mi edredón amaranto estaba todo inflado. Sobre él descansaba una mano. Pero esa mano no era mía. De ningún modo. Divisé ante mí una joven y delicada mano, solo un poco pálida (¿se debía, quizás, semejante palidez a mi lámpara de noche?). En cualquier caso me resultó escalofriante. Apenas me atreví a moverme y fueron mis ojos los que recorrieron la escena. Ahí fue cuando descubrí, para mi gran desconcierto, que la puerta de la habitación estaba entreabierta. Desde hacía muchos años, jamás olvidaba cerrarla meticulosamente con llave. Hice acopio de valor y me incorporé en la cama. Y recién entonces me di cuenta de que había alguien al otro extremo del edredón, entre la puerta y la cortina del armazón de mi cama. Se trataba de una chica joven, poseedora de unos espectaculares ojos grises. La expresión de su cara irradiaba amabilidad. Parecía haberse inmiscuido en la habitación, como si fuera un ama de llaves, para comprobar si necesitaba algo. Con su mano buscaba arrebatarme el plumón como queriendo observarme. Pero al verme incorporado dio media vuelta y abandonó la habitación por la puerta abierta. Por mi parte, yo estaba resuelto a trancar la puerta de inmediato. Salté de la cama para cerrarla a toda velocidad y darle vuelta a la llave, cuando involuntariamente miré a través del resquicio. ¡Oh, cielos! ¿Qué era eso? Avisté, en lugar de mi habitual corredor, una ancha galería en forma de sala con bóvedas góticas de crucería. A lo lejos aquella figura se empequeñecía, sosteniendo en la mano una larga y blanca vela encendida. Giró en una esquina y desapareció de mi vista. El pasillo se ennegreció.

Aterrorizado me encerré con llave y dando un respingo caí en la cama. En ese preciso instante me DESPERTÉ y fui consciente de que hasta el momento había estado durmiendo y de que la aparición había sido soñada. Examiné la puerta y comprobé que estaba bien cerrada, con dos vueltas de llave, como de costumbre, y no como un momento antes, que le había dado una sola vuelta. Había sido entonces un sueño de carácter fantasmagórico, ella, una especie de súcubo. Cavilé un instante. Mi casera, una inofensiva mujer soltera y mayor, de seguro no había estado involucrada en este sueño. Y solo nosotros dos habitábamos la pequeña vivienda... Concluí en que darle muchas vueltas a algo tan estremecedor como aquel sueño no esclarecía las cosas. Pero aun así no pude retomar el sueño y decidí entonces llegar al fondo del asunto.

No pertenezco a la clase de personas que buscan el origen de sus sueños en algún tipo de estado corpóreo, sino en el interior: en el alma. Sí, me inclino a considerar el propio cuerpo como una solidificación del alma. ¿Qué fue entonces lo que me pasó? ¿Quién era esa muchacha? ¿Cómo fue que llegó a mí para cuidarme? ¿Por qué el corredor se veía tan diferente? ¿Cómo explicar la apertura de la puerta que yo siempre cerraba cuidadosamente con dos vueltas de llave? ¿Y qué rumbo había de tomar para descifrar este escalofriante misterio que se me imponía, y cuya solución parecía exigírseme? Solo había un único medio aparentemente efectivo para esto: la fantasía.

La fantasía, amparada por el recuerdo, me permitía volver a hacer presente hasta el más efímero detalle. Aquella presencia espectral vacilaba aún con una intensidad que ya formaba parte del pasado. En la fantasía conseguí mirar en los ojos grises de la figura, su representación fue tan vívida que me hizo, una vez más, sudar frío. A esta visualización le dirigí mentalmente una serie de preguntas, y así se estableció un intercambio que parecía más imaginario de lo que era. Ya el contacto con imágenes y retratos es, de algún modo, mágico. Bajo una mirada animada se vivifica todo, como la imagen del santo al creyente. Así es la fantasía. Si bien no llega a ser realidad, tampoco es un mero deseo: es ya un paso hacia la materialización. En un cuento de Andersen, un niño se sube a un botecito pintado y navega a lo largo de un río también pintado. De un modo similar me sumergí en mi imaginación y en sus formas hasta que el sueño pareció realidad. Quien posee una intensa capacidad para fantasear tiene una doble cara, se le duplican los sentidos. Las figuras de la realidad, aunque sean un par de puntos o un par de manchas, gozan de un significado distinto, onírico. Especialmente durante el crepúsculo o la noche cuando uno distingue impactantes fisionomías en un ropaje yaciente, o en una cortina, o en un techo ennegrecido por el humo, o incluso en un pañuelo. ¿Quién es lo suficientemente fuerte como para soñar y estar despierto al mismo tiempo? Este experimento es peligroso para organizaciones débiles. Quizá prefieran abstenerse. Pues las ilusiones probadas ganan fuerza a través de la práctica. Uno se vuelve visionario, alucinatorio y al final la realidad de la vigilia se verá alterada por las más espeluznantes interferencias. La fuerza del sueño toma el control y todo aquel que no la domine ni pueda moldear objetivamente sus deseos es entregado al delirio. Pero aquel que pueda será capaz, como voy a demostrar, de lo imposible. Se convertirá en un mago, un hechicero, y nada podrá resistírsele.

II

En mi vida llegué en algunas ocasiones a tener extravagantes experiencias en aquel espacio entre el sueño y la vigilia. Pertenezco a aquellos pocos que de vez en cuando, mientras sueñan, son conscientes de que están soñando, y se ven a sí mismos actuar como si fueran otro o se saben acostados en la cama mientras actúan. Estas experiencias, indudablemente, constituyeron para mí momentos culminantes y decisivos. Me propuse no desistir hasta que, soñando despierto, provocara con mi fantasía la repetición de aquella aparición espectral.

¿Se han relacionado alguna vez con una figura imaginaria? Sé lo que me van a responder: ¿No son acaso todas las figuras de la realidad inmediatas invenciones nuestras, furtivas proyecciones de nosotros? ¡Ay, mis señores objetivos, mis fanáticos de la realidad! ¿Es que piensan que porque algo sea subjetivo es menos verdadero? ¿Les parece el tornasolado de una pompa de jabón menos real que una pintura al pastel? El sujeto se objetiva en un santiamén, no solo en los fenómenos pasajeros, sino en absolutamente todos ellos. Por eso no merecen menos respeto los objetos que se deben de manera inequívoca al sujeto, sino el más inmenso respeto ante los sujetos en los que aún hay algo de creativo, aunque solo sea para constatar un hecho. Y con esto hago tambalear pilares que ni de lejos se sostienen tan firmes como parecen: se tambalea la realidad desnuda al conferírsele algo de imaginación y una clandestina docilidad al sueño. ¿Qué es entonces más real que lo más real? El creador.

La fantasía es todo un mundo que me pertenece. Es, de hecho, completamente imposible, incluso para el más realista, concebir el mundo real sin fantasía. El mundo florece de la imaginación como el árbol de la semilla. Si consigues dar con los aparentemente tan rígidos orígenes del mundo de ahí afuera, independiente de la voluntad humana y en su intrínseco estado germinal, ganas un inmenso poder sobre tu destino, que originalmente no es más que tu voluntad, tu libertad.

Así me pasé días y semanas con estos experimentos introspectivos. Todas las cosas reales se fueron sumergiendo delicadamente en la faz de mi fantasía. Los asuntos hasta entonces más sólidos adoptaron un cariz vacilante: mi voluntad empezó así, de un modo suave, apenas perceptible, a seguir las prescripciones de mi fantasía. Y con ello comprobé con claridad que en realidad soñamos ininterrumpidamente, que estamos en una permanente fluctuación de aventuras invisibles. Una linterna mágica1 ardiendo en un día luminoso con sus imágenes coloridas no ejerce prácticamente ningún tipo de efecto. Cierra los postigos y oscurece la habitación e inmediatamente destellarán las coloridas imágenes por donde quiera que se proyecte su fulgor. Esta linterna es la fantasía; aquella habitación oscurecida del sueño de vuestras noches.

Que la conciencia se pueda alguna vez eclipsar no es más que un embuste y un error. Pues definitivamente ilumina y vela en dos mundos separados y opuestos, que son tan igualmente distintos como el día y la noche. Propio de cada mente en particular es qué tan fuerte o débil es su singular frontera entre la conciencia diurna y la nocturna. Estoy convencido de que se puede trabajar para que se comuniquen cada vez mejor. Del mismo modo que adquirimos primero la conciencia planetaria y no todavía la solar. Conocemos vigilia y sueño, recuerdo y olvido, auge y decadencia, vida y muerte: pero nos resistimos a conocer lo esencial. Al igual que el sol con su serenidad sublime y eterna sobre ciertas fases, las cuales nosotros debido al fastidio y urgencia colosal de sus fenómenos cambiantes con tanta ligereza ignoramos; solo aquel extraordinario ser que se hace susceptible a estos no se experimenta a sí mismo como un mero planeta más, o como una persona, sino como el mismo sol: como «el polo suspendido en el flujo de las apariciones»2.

Vi la realidad bañada y atravesada por el éter de la fantasía. A pesar del más afilado discernimiento intervenía en el mundo de la vigilia un elemento cada vez más efectivo que fusionaba las extremas diferencias de un modo muy particular. Diferenciaba, por ejemplo, el día de la noche, pero mis días adoptaron un toque nocturno, y mis noches parte de la luz del día. Viví en una conciencia mágica. Así fue cómo perdí mi vulgar estabilidad vital. Aquella muchacha se había vivificado en mi fantasía en tal medida que no me habría sorprendido especialmente de haberla visto, personificada, penetrar mi habitación en la realidad más lúcida. Y viceversa, a mi propio cuerpo se le antojaba aparecerse a menudo como un fantasma, como una visión para las otras personas.

III

Una noche regresé exhausto a mi casa. La farola de la calle proyectaba su luz en mi habitación. De cuando en cuando, el resplandor de un coche pasando se agitaba sobre la frazada. Contra la pared, entre las dos ventanas, había un sofá. Me senté y me sumí en un estado mitad apacible y mitad expectante. Las líneas ondulantes de los muebles y objetos, así como el estampado danzante de la pared empapelada cautivaban mis ojos.

Y de repente me vi rodeado de incontables rostros, que hacia donde quiera que apuntase, me clavaban la mirada y parecían querer algo de mí. Se trataba de innumerables figuras que se formaban desde mis ojos y que modificaban su aspecto como las nubes. Como si un humo colorido emanara de mis ojos y expandiéndose bañara y vistiera suavemente todas las superficies, como si la habitación se poblara de esta vaga visión a través de la cual se filtraba el significado inherente de las cosas. ¿Era preso de una confusión o la inolvidable cabeza de la chica levitaba hacia mí? ¿Me miraban esos ojos con una peculiar y afectuosa intimidad y preocupación, pero así y todo, de un modo ajeno y fantasmagórico?

Goethe decía ser capaz de, con los ojos cerrados, hacer aparecer por arte de magia una flor en medio del campo visual y ponerle forma de estrella. Por eso yo dirigí la energía de mi arbitrariedad a aquellas figuras que hasta entonces había aceptado de manera pasiva, así como se presentaban automáticamente. Busqué transformar las caras a mi gusto, y fue un éxito. Transformé cabezas de mujeres en cabezas de hombres, cabezas jóvenes en viejas. Me entrené en la imaginación creando rasgos cada vez más sólidos y peculiares, y sí, algunas veces me espanté ante las miradas de las creaciones de mi propia imaginación.

Esta capacidad me resultó espeluznante. Era como si mi cuerpo expulsara chispas, los pelos se me ponían de punta. Subyugado por estos fantasmas de mi creación sentí un ligero escalofrío recorrer mi espalda de arriba abajo. Sin duda alguna, aquello que me ocurría no tenía todavía una fuerza corpórea «real». Era solo «subjetivo»: pero tampoco puedo decir que se tratara de una mera alucinación. ¿Debería haber algún tipo de escala para graduar la percepción material? A todo esto, yo no era, ciertamente, el único ser dotado de semejante habilidad. La fantasía, claro que con considerables diferencias vive en cada uno de nosotros. Me decidí a poner en marcha experimentos con otros. Entretanto, me puse a considerar si aquellas figuras podrían tener algún tipo de vida propia.

Cuanto mayor es la genialidad de un poeta, más independientemente de su voluntad se desempeñan sus creaciones. Lo cual es paradójico. Precisamente un verdadero creador es también el que crea de manera realmente objetiva, y llamamos chapucero al que no es capaz de dar vida a nada, ni puede siquiera expresarse, sino que permanece en una subjetividad relativa. De la mirada de mis figuras, especialmente, partía una manifiesta, incluso casi tangible y palpitante fuerza propia y una cautivadora autonomía. ¿Era eso? ¿Estaban cobrando vida? ¿Era mi cuerpo solo aparentemente más de carne y hueso que el de ellas? Lo deseaba y temía al mismo tiempo. Pero lo deseaba. Ya que (¡ay!) mis compañeros humanos no me bastaban. Me sentía solo, y a menudo envidiaba a los visionarios con sus sociedades fantasmales. Y no me interesaba preguntarme si los fantasmas realmente existían. Quien posee imaginación no se lo plantea. Pero aquel que perciba su excesivo merodear, se encontrará rodeado de ellos. La chica que amas será iluminada en tu fantasía por una luz de bengala, ¡y pobre de ti si alguna vez tu fantasía se niega a iluminar la realidad!

De este modo debo de haberme pasado una hora entera sentado en la habitación, que iluminada nada más que por el resplandor de una farola de la calle, se había sumido en una completa negrura. Y ahí fui víctima de un anhelo imperioso hacia la figura de aquel sueño. En cuanto conjuré sus ojos, sus grises pupilas me correspondieron la mirada, como emergiendo de una pálida niebla. Existía entre nosotros una inequívoca influencia recíproca. Extendí mi brazo hacia la lívida aparición, y en aquel mismo momento percibí en la punta de mis dedos como una especie de telaraña, tuve la impresión de una extraña presencia. Y ésta incluso estaba específicamente localizada. Lo inquietante surgía del punto en que fui consciente de aquella aparición en un sueño lúcido. La niebla se hizo más y más densa, y su indefinida silueta se fue articulando con más claridad, pasando también de unas dimensiones sobrehumanas a una medida normal. Yo me puse de pie, me dirigí hacia la figura y permanecí detenido frente a ella. Debo confesar que, por mi integridad, no quise confiar del todo en mis ojos. Durante largos minutos consideré toda una serie de posibilidades, pero llegué una y otra vez a la conclusión de que una cosa, por el mero hecho de haber sido imaginada por mí, no era necesariamente menos sustancial que yo. Sin duda alguna podría fácilmente diferenciar un fantasma, una visión o una figura ya física (pero al fin y al cabo imprecisa y apenas perceptible) de un ente sólido y robusto; pero un parpadeo frente a los ojos es tan sustancial como un macizo bulldog. Y no pude evitar preguntarme si sería posible: si había algún tipo de entrenamiento para conseguir hacer sólidos a los fantasmas.

En la aparición no se movía absolutamente nada, ni siquiera la mirada que me apuntaba fijamente. Pero lo que sí sé, y no sé bien cómo expresar, es que la energía de su presencia se hacía más intensa. Un murmullo sordo a mi alrededor me dio a entender que ella ESTABA AHÍ. Entonces me decidí y di un paso hacia ella, ocupando su espacio. Aquello me produjo una sensación extrañamente sobrecogedora. Pero ya no tenía más tiempo para seguir observando. Tuve la impresión de haber pasado por alto que llamaban a la puerta. Con una lámpara encendida en la mano entró la señora Fichter, mi casera. Suplicó que la disculpara por no haberme traído luz hasta el momento, dijo haber estado fuera. ¿Que si podía traerme la cena? Y entonces me contempló atentamente, como si algo en mi aspecto le llamara la atención. Me aconsejó salir y tener más distracciones, y no trabajar tan intensamente (entiéndase por esto leer y escribir, ya que esas eran las únicas actividades a las que me dedicaba, aunque siempre para mí mismo, jamás publicaba nada). ¿Que si no quería ir al teatro? Sí, una sesión de cine podría distraerme. Desde hacía algún tiempo, ella había notado que dedicaba tal vez demasiadas horas a mí mismo. Yo interrumpí su bienintencionado pero quizás un poco impertinente discurso con la petición de la cena. Ella colocó mantequilla, pan, jamón, huevos y té sobre la mesita redonda y no fue capaz de reprimirse los consejos. Un señor definitivamente no tan mayor aún: un hombre en sus cuarentas, opinaba ella, no debía vivir como un eremita. ¿Por qué yo, preguntó riendo, no me permitía una pequeña... «aventura»? Sin querer ofender me dijo que estaba convencida de que un hombre al que le faltase el elemento femenino no salía impune de esta vida. Yo le pregunté que cómo estaba tan segura de que carecía de ello. Me lanzó una mirada incrédula y me dejó solo.

IV

Tenía razón. Desde hacía algunos años había despojado por completo de mi vida aquel tentador elemento y había puesto freno a aquella algo más que descomedida vida «amorosa». Una sexualidad arrebatada, que durante mi juventud jamás se me pasó por la cabeza tener que apaciguar, me había mantenido casi sin respiro, en permanente actividad. Una serie interminable de aventuras efímeras y de hecho puramente carnales, en las que con hambre voraz había degustado toda clase de voluptuosidades, había llegado a su fin. Un fin que procuré tras una imperiosa fuerza intelectual que requirió el más grande interés por mi yo interior, y que se plantó frente a mí con tal intensidad, que sentí que mi vida corría peligro si seguía sirviendo a dos señores.

Por esta razón me entregué a eso que llaman castidad, evitando trabar conocimiento con mujeres y suprimiendo con gran fuerza de voluntad toda ansia latente, hasta al final conseguir en este calmo sendero encarrilar el curso de mi existencia hacia lo puramente espiritual. Leí a filósofos, místicos y poetas. También leí dentro de mí. Mi cabello empezó a encanecer, y me sentí viejo, mi juventud yacía en el pasado. Pero mi vida, así y todo, se me presentaba aún como un problema, o como una esfinge cuyo secreto me desvivía por desvelar con un ímpetu forzado y por eso fácilmente derrotable, que era la supresión de todo tipo de deseo. ¿Pero era posible que esto sucediera de otra manera que no fuese a través de LA MAGIA DE LA VOLUNTAD? ¿Por el despertar de la fuerza de la creación en el seno de uno mismo? Mas he aquí la muerte y la locura como amenazas, cuyos peligros, filósofos como alienistas, se desvivieron por sortear entre razonamientos y manicomios. Había, sin embargo, un ámbito en el que también estos gentiles protectores de las certezas vitales dejaban descansar con gusto su guardia: el arte. Aunque esta fuerza artística creadora no tenía que sacudir la realidad, sino más bien permanecer en una estética limitada y someterse aquí a cumplir estrictas leyes respecto a sus características. Aquí se trataba de creación: de magia; y considerando el libre albedrío en lo intelectual y en lo moral, prácticamente no me quedaba libertad de movimiento, tenía que sucumbir de modo legítimo y no arbitrario.

La libertad ---el albedrío de la creación--- es un misterio. Sucede que al ceñirse a las reglas del juego la voluntad deja de parecer voluntad, no es más libre, mientras que el antojo indisciplinado tiene como efecto una libertad que termina creando un disparate. «Únicamente la ley nos da la libertad»3. Y me dejé impregnar por esta sentencia, tan profundamente repudiada por los perseguidores de la libertad y de la que sus adversarios tanto abusan. Yo reconocí, sentí y deseé nada más que libertad, y para ello me quise servir de la ley, en el mismo sentido en que el libre compositor musical se apropia de las reglas tonales y hace, bajo ciertas normas, lo que se le antoja.

De mi juventud conservaba la costumbre de dar largos paseos por las noches, pues soy, principalmente, un ser nocturno que muy rara vez busca su nido antes de la medianoche, sino más bien rayando el sol naciente. Porque cuanto más libre y autónoma se mantiene una persona, de mayor independencia goza frente al automatismo de los impulsos naturales. Claro que semejante imposición y alejamiento del orden natural exigen una gran fortaleza física, especialmente del sistema nervioso. Por lo que si bien vivía de un modo inusual éste no dejaba de ser metódico a su manera. Lo cual debió de librarme (sobre todo el hecho de dormir ocho horas diarias sin excepción y de respirar por la nariz mientras hablaba) del amenazante derrumbe de mis fuerzas psíquicas. Me había adaptado de maravilla a estas retorcidas e insólitas condiciones de vida. Cuando mi reloj marcaba las doce, salía de casa. De vez en cuando, para abandonar más rápidamente mi entorno, me subía a un tranvía que me llevase a una zona menos familiar, y desde ahí me veía volviendo indirectamente a casa entre callejuelas. Ocasionalmente también me daba una vuelta fugaz por algún café y observaba, fingiendo leer un periódico, a las parejitas jóvenes, los viejos verdes, y al público, por lo general indecente, de esas horas. Sin embargo esta vez me decidí a ir a pie. Era una templada noche de septiembre. Hacia donde mirase encontraba aún actividad en las calles. Di un paseo a lo largo del río, en cuyos bancos tenían lugar escenas románticas.

Era agradable vagar en la noche para luego ir en busca de mis aposentos, eso me encantaba. Ya cansado de tanto caminar me pregunté si debía volver directamente a casa o buscar algún café, y en esto me decidí entrar a uno por el que acababa de pasar.

V

No era elegante, pero sin duda tampoco era un antro. Elegí una mesa en un rincón, frente a un gran espejo y ordené un té. Cautelosamente miré a mi alrededor y aparte de una persona joven con aspecto de auxiliar mercantil de un gran almacén no vi a nadie más. En el mostrador, una muchacha ejecutaba, ya languideciente, tareas manuales. Dos camareros hablaban entre sí en voz baja. Lentamente me bebí todo el té y me disponía a marcharme, cuando mi mirada descubrió en el espejo, que reflejaba un largo pasillo, una lejana e indiscernible figura femenina, que a pesar de poder apreciar solo sus contornos, me produjo la extraña sensación de recordarla. ¿Sería una conocida del pasado? La ubicación del cuarto de baño me sirvió como excusa perfecta para verla más de cerca. Me dirigí hacia la desconocida. ¡Pero qué pavor y desconcierto me asaltaron al verme de repente frente a la figura de mi sueño! La joven muchacha me devolvió la mirada, sus grises pupilas me apuntaron con un glacial interés. Sorbía con una pajita un líquido rojo frambuesa de un vaso alargado. Al verme claramente estupefacto ante su vista esbozó una ligera sonrisa con sus encantadores rasgos. Parecía esperar que la saludase. A una mujer joven sentada sola en un café a altas horas de la noche le puede resultar más bien desagradable que se la trate con decencia burguesa. Me incliné a modo de saludo, le pedí tomar asiento y obtuve su permiso de inmediato.

Nos contemplamos con atención: ella no especialmente expectante, yo, por el contrario, con una creciente excitación que en vano me esforzaba por dominar. Ella, naturalmente, se percató de ello y preguntó qué me llamaba tanto la atención de ella, que si acaso la conocía. Que ella no tenía una muy buena memoria y sería posible que no se acordara en aquel momento de algún viejo conocido y que yo debería tener la bondad de echarle una mano con eso. Pero yo desmentí, por el momento, cualquier tipo de vínculo, pues advertí la necesidad de no revelar mi secreto. Encendí un cigarrillo, ordené un licor y me mostré despreocupado. Pero con una gran, casi sospechosa obstinación, la chica se empeñó en obtener una respuesta. Le dije que no la conocía de nada, pero que me había resultado tan familiar que me había quedado completamente anonadado. Dijo que algo así era posible, y que por cierto, mientras más me miraba, más le recordaba yo a un conocido sin poder dar cuentas de cómo. A lo mejor, sugerí alusivo, hemos soñado alguna vez el uno con el otro. «Nooo, ¿en serio? ¿existe tal cosa?» ---preguntó ella divertida y meditabunda.

La verdad es que estoy siendo muy desconsiderado con usted, repliqué. Me miró curiosa y negó con la cabeza. Era muy adorable. «Si, amiga mía, ¿es que no le parece suficiente su... ausencia de fealdad como para justificar de inmediato toda admiración ante su ser?»

«Por favor, nada de cumplidos, mi señor, que no me gusta. Además, al admirar la belleza de alguien no se espanta uno del modo en que usted lo hizo. Usted tiene un motivo sólido y por alguna razón me lo quiere ocultar. Pero ya no siento curiosidad. ¡Hablemos de otra cosa!» Entonces nos pusimos a charlar acerca de un poco de todo hasta que el camarero nos comunicó que el café tenía que cerrar. Nosotros éramos los últimos clientes. Evidentemente ofrecí a Elvire (que así se llamaba) acompañarla a casa. Abandonamos el café cogidos del brazo. Ella no tuvo duda alguna, a pesar de que no se mencionara el tema, respecto a mi interés masculino hacia ella. Y, he de confesar, que éste habría sido muy fuerte, si un interés más intenso no lo hubiese convertido en accesorio. No estaba realmente interesado en la muchacha. Lo que buscaba era elucidar mi sueño.

Era alrededor de las tres. Un maravilloso resplandor previo al amanecer recubría las calles.

«¿Hacia dónde la acompaño?» ---pregunté.

«A donde usted quiera» ---me respondió.

«¿Le es todo tan... indiferente?»

«No siempre»

«¡Muy bien! ---me armé de valor---. Vayamos entonces a su casa.»

Ella aceptó sin reparos. Nos metimos por una elegante calle lateral. Frente a un suntuoso portal un tanto recargado ella me hizo entrega de las llaves. Subimos tres o cuatro pisos en el ascensor. Ella abrió una puerta de vidrio e ingresamos en una especie de vestíbulo, una antesala muy agradable en la que dejamos nuestros abrigos.

Elvire sin sombrero igualaba con exactitud la aparición en mi sueño. Era muy delgada, dejaba caer los brazos con gracia y tenía el cuello un poco inclinado. Su cabello rubio, con la raya al medio, le cubría la sien y las orejas. Sus ojos grises eran increíblemente hermosos, imperiosos y risueños por igual. Su vestido era de un lila intenso. Entró por delante de mí a una habitación más grande, cuya delicada sobriedad me conmovió de un modo agradable, y estaba iluminada con calidez y suavidad. Me dejé caer en un sillón después de que ella tomara asiento en el sofá. No nos dijimos nada.

«¿Un té?» ---preguntó ella.

Le di las gracias. Ella parecía cansada, y yo también. Si este interés no me hubiese mantenido despierto, el sueño habría podido con todo. La luz de la joven mañana se mezclaba con la artificial. Elvire cerró las contraventanas. Luego corrió unas cortinas de color perla y desapareció en lo que a mí me pareció una especie de vestidor.

VI

Poco después volvió hacia mí vestida con algo muy suelto que trasparentaba su desnudez. Los pies descubiertos estaban calzados con unas sandalias. Ella, de pie frente a mí como una diosa joven, podía apenas tener más de diecinueve años, o quizá incluso menos.

«Yo me voy a dormir, querido mío, ¿y usted? ¿Se queda o se va?»

«Me quedo, para guardar su sueño.»

«Me imaginé que usted no se quedaría sin una noble intención» ---bromeó maliciosa.

Aquello que había tomado por un vestidor resultó ser su dormitorio. Una cama cuadrada muy baja yacía sobre una alfombra blanca en el medio de una habitación redonda con el techo abovedado. A lo largo de la pared se extendía un banco de cuero rojo. Y en la pared había armarios negros empotrados. No pude descubrir ninguna ventana. Alrededor de la cúpula ardían un par de llamas verdes eléctricas.

Elvire se desnudó en un instante. Se lanzó sobre la almohada y me miró sonriendo. ¡Qué situación! Yo me incliné sobre sus delicados pies en el extremo de la cama y dije:

«¡Buenas noches, Elvire! Duerme tranquila, no soy más que un perro fiel que protege tu sueño.»

«Tú eres un burro fiel» ---rió cansada y se hundió en el sueño.

Así que ¿podría haberme resultado mejor? La examiné con intensidad. Alejé de mí todo vulgar pensamiento relativo a la posibilidad de un contacto erótico. No era un amante suyo, a pesar de que sin duda era lo suficientemente susceptible a sus encantos. Pero aquí estaba dedicándome, en cierto modo, a una tarea más elevada.

Elvire parecía estar acostumbrada a dormir toda destapada, o bien se había dejado vencer por el sueño sin haber tenido tiempo de cubrirse con las mantas. Para deshacerme de la sensualidad tentadora de sus extremidades desnudas la envolví con su edredón de seda blanco. ¿Era por la luz verde o los rasgos de su cara habían adoptado una palidez cadavérica y lucían extrañamente desfigurados? Miré a mi alrededor. La habitación era blanca, interrumpida por suaves tonos verdes, rojos y negros. ¿Estábamos solos en aquella vivienda? ¿Se trataba realmente de la propia casa de Elvire? ¿O solo se alojaba aquí con una casera? ¿Debería cometer la osadía de ir en busca de respuestas? Mientras deliberaba indeciso me levanté de la cama y empecé a deambular por la habitación. En la pared, frente a los pies de la cama había un pequeño cuadro colgado; el único de toda la habitación. Lo miré bien de cerca e inmediatamente reconocí la galería abovedada de mi sueño. Al mismo tiempo, la dormida expulsó un profundo suspiro, se incorporó y se acercó a mí con los ojos cerrados. Yo retrocedí mecánicamente, pero ella me siguió, me cogió del brazo y buscó mi mano a tientas. Se comportaba como una sonámbula y se me ocurrió que era una noche de luna llena. Tuve la precaución de no llamarla por su nombre y me impuse a la fragilidad de mis nervios. Ella parecía querer llevarme a alguna parte. De sus dedos emanaba una especie de fluido mágico hacia los míos. En un extraño sentimiento de unidad con ella, me aventuré. Ella estiró la mano que le quedaba libre y presionó un botón en la pared. Se abrió una pequeña puerta secreta. Pero qué enorme espanto me asaltó tras reconocer, en la habitación que habíamos penetrado, ¡mi propia habitación!

El pálido resplandor de la luna alumbraba a través de las dos ventanas, y en la cama blanca centelleante dormía una figura: yo mismo. Elvire me soltó la mano. Con los brazos colgando y el cuello inclinado contemplaba con preocupación al desconocido que dormía, mi vivo retrato. Ella parecía haberme olvidado. Dirigiéndose al biombo, colocó su delicada mano sobre el edredón amaranto inflado y le dirigió una amistosa mirada a mi otro yo. Me apresuré a mirar hacia la puerta: estaba entreabierta. El durmiente se inquietó y despertó; sobresaltado, miró la mano, y después, sorprendido, a Elvire, quien se apartó en el acto y desapareció tras la puerta entreabierta. Pero antes de que, como pude prever, el durmiente la siguiera, yo me le adelanté. En efecto, me deslicé por el pasadizo abovedado de mi sueño y del cuadro. A lo lejos, Elvire giraba en una esquina sosteniendo una vela blanca y larga. Despiadadamente ansioso por resolver este insólito acertijo, me apresuré en su dirección, pero justo cuando estaba a punto de alcanzarla y llamarla por su nombre me detuve en seco como presa de un hechizo.

VII

De pie frente a mí se encontraba un hombre espigado de ojos verdosos y unos treinta años de edad. Poseía una apariencia de lo más perspicaz, de sus rasgos emanaba una mezcla de cierta gélida ironía con la más humilde benevolencia. Se dirigía a mí en un tono imperioso y divertido a la vez: «Voilà, esto es lo que pasa cuando uno fuerza la pobre fantasía, haciendo de las noches días, sin poder dormir ni despertar, ni tener siquiera el poder de dominar la transición, el puente o túnel entre estos reinos antagónicos y cruzar el Leteo4 a nado plenamente consciente. ¿Y ahora qué?

¡Haga memoria, señor mago! Y créame: usted se quedó dormido en la cama de Elvire. Esa es ciertamente su realidad. Todo lo demás, ya desde la pintura del claustro por no hablar de este espacio que ocupamos ahora usted y yo, será considerado un sueño, sin duda un sueño profundo, puede que hasta una pesadilla. Pero escúcheme, mi perseguidor de ensoñaciones: su vida corre un grave peligro si no acude con urgencia a su pobre cuerpo que yace prácticamente exánime en la cama de Elvire. No me queda más ahora que indicarle cómo puede hacerlo: vuelva hacia su habitación. Allí está su antiguo ropero. Ábralo con esta llave.»

Me entregó unas llaves de latón estilo rococó con arabescos, y tras una ligera reverencia se precipitó hacia un recodo incierto de la habitación.

«Por cierto,» exclamó hacia mí volteándose «si le llegase a apetecer volver a verme, no tiene más que dirigir su mirada al biombo durante el crepúsculo. Eso es todo, por ahora.» Y se esfumó.

Con sus llaves en la mano, e impulsado por una tremenda sensación de terror me volví por donde había venido. No sin antes lanzar una furtiva mirada al que dormía otra vez plácidamente en la cama, introduje la llave en el cerrojo de mi armario. Las puertas reventaron, como si estuvieran cerradas a presión e instantáneamente aparecí en la habitación de Elvire. Durante unos instantes me contemplé a mí mismo en la cama con los mismos rasgos verdosos desfigurados que me habían impactado en Elvire. Acto seguido desperté aterrorizado de un profundo sueño en su cama.

Me froté los ojos y me estiré. Elvire estaba acostada bajo su manta blanca igual que antes. Mi reloj de bolsillo dio las cinco. Las llamas verdosas ardían como lámparas eternas en esta habitación aparentemente privada de ventanas. Me incliné por encima de Elvire. Su cabello dorado caía deliciosamente revuelto sobre su frente y ojos. Sus mejillas estaban suavemente teñidas de rubí y su respiración era calma y regular. Sin pensarlo dos veces, me decidí a echarle un vistazo a la casa. Para empezar, el barrio en que se encontraba distaba considerablemente del mío. Me convencí a mí mismo de que me había dormido y había estado soñando. Pues no había rastro de la pintura ni del botón en la pared. Tampoco parecía existir ninguna otra puerta aparte de aquella por la que habíamos entrado. La inspección de la habitación no sacó nada a la luz, o mejor dicho a la luz verdosa. ¿Era en efecto una habitación sin ventanas?

Busqué el interruptor para apagar esta colorida iluminación nocturna. Se encontraba en la cabecera de la cama. Moví la perilla y reinó una siniestra oscuridad. Pero de repente un ancho pedazo de pared se empezó a deslizar abriéndose entre dos armarios empotrados. La luz de la mañana invadió la habitación que había quedado amplificada por una terraza acristalada. No me extrañó que Elvire despertara al instante. Me lanzó una mirada somnolienta que no tardó en convertirse en una carcajada, lo cual me hizo sentir aún más desconcertado.

«¿Está haciendo experimentos? ¿O no puede esperar al desayuno? ¡Antes que nada vuelva a poner todo como estaba! Encienda mi lámpara de noche verde. ¿Se quiere ir ya a casa? ¡Diga algo!»

Accioné el interruptor, se encendió la llama y la pared se volvió a juntar. Elvire saltó con su cándida hermosura de la cama hacia el espejo. Miró mi reflejo a los ojos, se volvió sonriente y colocó sus brazos sobre mis hombros:

«Los ascetas son exactamente mi tipo. Son justo los que me gustan de verdad. Todo aquel que se entrega en exceso al famoso acto debe de acabar encontrándolo insatisfactorio, ¿no le parece? ¡No hay ningún tipo de vínculo!»

«No» dije yo sorprendido «tiene usted razón. Y dicho sea de paso, usted me interesa por una razón muy diferente. Hágame el favor de recordar qué estaba soñando usted ahora.

«¿Que qué soñaba?» Pensativa, sacudía su preciosa cabeza «Nada, que yo sepa... o más que nada quizás tenga alguna idea difusa... pero mis sueños suelen caer en el olvido sin dejar rastro. ¿Por qué? ¿Es usted acaso un interpretador de sueños?»

«Desgraciadamente no. Pero dígame: ¿hay algún sueño en concreto que le haya resultado tan impactante que no haya podido olvidar?»

Elvire se deslizó dentro de un pijama celeste y lanzándose sobre la cama cruzó los brazos detrás de la cabeza y puso una pierna encima de la otra. Balanceando un pie con una pantufla gris de terciopelo me contó un sueño que, en efecto, la había perturbado.

VIII

En un paisaje irreconocible que parecía no pertenecer a la Tierra, un hombre encantador de unos treinta años de edad se le acercaba y solicitaba su compañía. Cuando él la tomaba de la mano, empezaban a flotar más que a caminar, a lo largo de un estrecho sendero entre árboles que recordaban a cipreses. El cielo estaba estrellado, a pesar de la claridad de la mañana, y no había sol a la vista. A lo lejos, como destino del paseo aparecía una casa blanca cuyas paredes inclinadas se juntaban en la parte superior en forma de pirámide. Sobre el tejado circular una bola dorada giraba con un dulce susurro. Ve a aquella casa, le había ordenado el hombre. Está oscuro allí dentro, toma esta vela que a su vez te abrirá todas las puertas con su resplandor. Encontrarás a alguien durmiendo, obsérvalo e imprégnate de sus rasgos. Pues aquel deberás ser tú. Es quien debes ser y no encontrarás la paz hasta que te hayas convertido en ese alguien.

«Yo tomé la vela, que ardía con una llama pequeña y afilada. Las hojas de la puerta se abrieron hacia dentro en silencio. Oí el chapoteo de una fuente. Al acercarme se congeló el tintineo del agua y sus chorros brillantes quedaron suspendidos en el aire. Pasando través de sus arcos cristalinos me topé con una curiosa escalera. Sus escalones de mármol negro se movían como bobinas. Me deslicé hacia arriba y me detuve frente un largo pasadizo que parecía girar al fondo en una esquina.

Con cautela pero sin temor atravesé el pasadizo de una punta a otra. Giré en la esquina y alcancé la puerta de una habitación, que bajo la luz de mi vela se abrió ligeramente. A través del resquicio vi una cama detrás de un biombo. En aquella cama parecía haber alguien durmiendo. Yo entré y me esforcé por reconocer al durmiente desde atrás del edredón inflado color amaranto, pero al encontrarse mi mirada durante un segundo con sus ojos abriéndose confusos, emprendí instantáneamente la fuga. Me percaté de que él se había levantado y me estaba siguiendo. Yo giré en una esquina, bajé las escaleras de mármol y justo después de atravesar corriendo la fuente congelada, ésta empezó a derretirse y a chapotear más y más fuerte. A este repiqueteo se sumó el rumor de la bola dorada orbital y me desperté.»

¡Uno puede imaginarse con qué expectación degusté su relato! Aquí finalmente había puntos en común: el edredón amaranto, la puerta entreabierta, el biombo, y ante todo el durmiente. ¿Pero acaso ella no lo había mirado con atención? ¿No había afirmado ayer en el café que yo le recordaba a un conocido? Le pregunté directamente:

«¿Este durmiente suyo no tenía el mismo aspecto que yo?»

«Ja, ja, ¡Qué presuntuoso! Para mi desgracia lo vi muy superficialmente, ---pero sí, agregó algo afectada---, usted tiene exactamente los mismos ojos, y es justo eso lo que me hizo simpatizar con usted.»

«¿Y cree usted que reconocería la habitación, si yo se la enseñase?»

«Quizás. ¿Quiere usted aterrorizarme? ¡Qué ocurrencia más graciosa la de querer mostrarme mis sueños en la realidad! ¿Por qué no? ¡Vamos a su habitación! Pero antes desayunemos.»

Ella apagó la luz. Tomamos el desayuno en la reaparecida terraza. A través del ventanal podíamos ver la elegante vida matutina del distinguido barrio con sus carruajes, coches, niñeras con carritos de bebé, sirvientes, doncellas, caballeros y damas engalanadas. Elvire parecía no tener a nadie a su alrededor.

«No» me explicó. «Una asistenta es suficiente. Prefiero evitar todo tipo de chismorreos. Viene entre una y dos horas mientras almuerzo en el restaurante.»

Nos encaminamos a mi casa. Mi casera se retiró con discreción y entendimiento al verme acompañado de Elvire. Yo, deliberadamente, abrí la puerta de mi habitación de golpe y dejé a Elvire que observara cuidadosamente el interior.

«¡No me lo puedo creer!» gritó señalando el biombo. «¡Es exactamente el biombo de mi sueño! ¿Cómo es posible?».

La dejé que se acercara y retiré la manta que cubría la cama. El edredón rojo se hizo visible dejando a Elvire estupefacta. Me miró horrorizada:

«¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? Yo conozco esta habitación en la que, desde luego, jamás he estado hasta ahora. Y sí, ahora creo reconocerlo a usted. Hace un rato me preguntó acerca del sueño que tuve la noche pasada. Es como si también anoche hubiese soñado con usted y con todos sus enseres. Tengo una extraña sensación. ¿Ha estado tomando usted algún tipo de estupefaciente? ¿Hipnotiza a los demás? Me preguntó desconfiada, casi recelosa.

«¡Pero querida mía, nada más alejado de la realidad que eso! Yo mismo no estoy menos maravillado que tú».

Le expliqué finalmente lo que me había atraído de ella cuando la vi y requerí su colaboración para descifrar este acertijo en que estábamos involucrados. En un arrebato de conformidad se mostró ávida por saber qué camino enfrentaríamos. Nos sentamos juntos en mi sofá entre las ventanas y empezamos a deliberar.

Ante todo me consideré afortunado por haber encontrado el eslabón que conectaba realidad y sueño. Aquella ensoñación la había compartido con el ser más encantador. Y no era simplemente uno de esos casos en que un único sueño era soñado por un colectivo o el mismo fantasma visto por diferentes personas, sino que nuestro sueño contenía elementos de nuestro entorno real, y nosotros habíamos soñado el uno con el otro antes de conocernos; cuya veracidad pude constatar con mayor certeza que Elvire, que no conservaba más que un ligero recuerdo de mis soñadas facciones. Con la mayor de las probabilidades el hombre al que acompañaba Elvire en su sueño era idéntico al que me advertía en el mío. Pero éste me había señalado el medio para reencontrarme con él y nosotros nos serviríamos de él, aunque habíamos decidido que en lugar de programar un crepúsculo artificial esperaríamos al natural. Le propuse a Elvire salir a dar un paseo, y después podríamos comer algo en el restaurante. Al atravesar la mampara, mi imaginación proyectó superficialmente una vaga sombra en sus pliegues.

IX

¡Qué hermoso día! El aire de verano tardío apenas perceptiblemente acariciado por una brisa otoñal, plazas y calles bañadas de un dorado resplandor. Saber de la conexión mística entre esta belleza de criatura delicada y yo me llenaba de regocijo y alegría. Elvire se daba con más y más soltura a la conversación. Pero dado que solo tocaba temas vinculados con el presente inmediato o especialmente con nuestra relación onírica, no conseguí desvelar prácticamente aspecto alguno de su vida privada. Parecía ser una femme galante, no obstante manifestaba una candidez, naturalidad e inocencia tan auténticas, que yo difícilmente podía creer en semejante elegancia para la depravación. En más de una ocasión respondió al saludo de oficiales y hombres elegantes.

Paseamos por jardines rodeados por un estanque con peces dorados, y nos dejamos caer finalmente en un banco blanco ocupado ya parcialmente por un señor mayor. Al principio no pareció interesarse en nosotros, pero no tardó en prestar atención a Elvire y actuar de un modo extraño y desagradable. Se inclinó hacia delante para poder observarla fijamente a los ojos. Y justo cuando me decidí a no tolerar más este comportamiento, se levantó agitado de su asiento instalándose frente a Elvire, colocó su sombrero marrón bajo el brazo y tendiendo su mano enguantada hacia ella dijo:

«Elvire, ¿eres tú de verdad o me engañan las apariencias?»

Elvire, con el rostro al rojo vivo e indignada por la puesta en evidencia, negó todo tipo de relación con el anciano y se apartó.

El hombre, una figura distinguida, alzó la mano con solemnidad y fervor:

«Pero Elvire, te lo ruego, si eres tú... ¿Por qué reniegas de tu más antiguo y cercano amigo, el protector de tu más tierna juventud?»

Elvire se levantó y me hizo señas para que la sacara de allí. Pero el vejestorio, intransigente, intentó colocarse entre ella y yo. Eso, evidentemente, yo no lo iba a tolerar. No iba a permitir ninguna impertinencia más. Él me miró de arriba abajo. Y no fue hasta recién entonces que me vi forzado a admirar su fisionomía, sus espléndidos ojos azules. Era pequeño pero de una constitución extraordinariamente grácil.

«Señor, permítame explicarle que yo soy el tutor de Elvire. Elvire sigue siendo menor de edad. Comprenda esta agitación, mi aparente impertinencia. Me pregunto quién de nosotros dos tiene más derechos sobre ella. Con su permiso: Barón von Böckel.»

«¿Me está diciendo que usted es el tutor legal de Elvire?»

«Más que eso, de hecho soy también su tío. ¿Y usted, usted es...?» Sin contestarle inmediatamente me volví primero hacia Elvire con una mirada inquisitiva y luego le revelé al Barón, medio ausente, mi nombre: «Gumprecht Weiss.»

«Tú sabes» dijo Elvire al Barón, que yo tengo que ser libre y estar sola. «Deja de perseguirme»

«No tengo intención de perseguirte. Pero tú tampoco intentes huir de mí. Vive libremente, como tú lo llamas, pero por favor, mientras sigas siendo menor de edad no lo hagas a mis espaldas porque entonces te perseguiré».

«Lo que dices no tiene sentido alguno» dijo Elvire. «No experimento ni la menor sensación de pertenencia hacia a tu entorno. Quiero estar y permanecer fuera de tu clase social.»

«Por favor, por favor, querida mía. Lo que tú quieras y en la medida que quieras. Pero te estaré vigilando. Llegará el momento en que comprenderás el sentido de todo esto. Y ese momento llegará muy pronto, ¡quién sabe si hoy mismo! No creas que no he sabido de tus andanzas. No es tan sencillo deshacerse de mí. Me había propuesto dejarte en plena libertad. Ahora, sin embargo, no tengo otra opción que intervenir. Estás a punto de cometer una terrible imprudencia. Y usted, señor, es (con perdón) la más peligrosa amistad para Elvire: un soñador empedernido.

Yo estaba afectado «¿Cómo puede usted, señor Barón...?»

«Hablar con semejante precisión de un desconocido y todo eso (ya lo sé). Pero usted no me es tan desconocido. Por lo general, casi todos se atienen un poco demasiado a su anonimato. Como si la fisionomía, especialmente lo que llamamos «instinto*»*, no disipara ya toda incógnita.

Dicho esto tomó a Elvire del brazo y se la llevó. Yo los seguía al otro lado de Elvire.

«¿Me permite invitarlo a casa? Elvire hace los honores.»

«¡Arg!» gruñó Elvire «no te metas entre nosotros. No somos amantes, te lo aseguro. Si tienes que estar al tanto de todo, que sea como hasta ahora, par distance.»

«Pequeña mía, hazme el favor de dejar a mi criterio qué hacer o dejar de hacer. Si me lo pones difícil, me obligarás a recurrir a las autoridades oficiales, que sin duda alguna te pondrán en mis manos. Un acontecimiento decisivo ha ingresado en tu vida. Y yo te tengo que poner al tanto en circunstancias particulares. Y para demostrarte ya mismo que es un asunto inminente te voy a recordar un sueño que me contaste una vez y que de seguro no has olvidado. Este sueño está muy cerca de su realización. He encontrado la clave de su significado y precisamente este señor Gumprecht Weiss no está con nosotros por mera coincidencia.»

X

No es ni mucho menos de extrañar que me haya quedado anonadado. El viejo reposó en mí sus llamativos ojos azules extrañamente sabedores.

«Usted nos está mistificando, señor von Böckel» me aventuré en un tono jocoso solo para provocarlo. Él, por su parte, agitando su delgado bastón soltó una pequeña carcajada.

«Usted no me conoce, de ahí sus conjeturas. Pero yo le voy a demostrar muy pronto que no hay necesidad de preocuparse por mistificaciones. Siéntase, por lo menos, con el derecho a desmentir que esa clase de acontecimientos problemáticos están involucrados en su relación con mi pupila.»

«Ya conozco hasta la saciedad tus habituales inflexiones repentinas» dijo Elvire indignada. «Esos experimentos tuyos que me estaban volviendo loca me cansaron hace ya bastante tiempo. Me cansé de todo, no solo de esto. Ayer ya tuve la impresión de que tú habías puesto tus manos en el asunto. ¿Podré alguna vez vivir como una persona corriente, lejos de todo este secretismo demencial?

«Puede ser...» contestó el Barón con calma «puede que tengas razón. Empiezo a ser consciente de que tú ---con perdón--- no eres el conejillo de Indias más apropiado. Sin embargo algo ha acontecido a lo que me gustaría poner fin. ¿Y quién sabe, Elvire, si esta próxima etapa no despertará tus ansias de llevar a cabo voluntariamente el experimento? El señor Weiss ya está profundamente involucrado. Él también me da la impresión de tener un carácter indicado para interesarse por solucionar este problema milenario. Sí, Elvire, el hecho de que estés tan descomunalmente calificada debido a tu constitución física y tu temperamento es culpable de que yo haya sido para ti un tutor tan insufrible. No reparé en tu verdadera naturaleza. ¡Perdóname! Espero que termine siendo por tu bien ¡Confía en mí! De buena gana permitiré al señor Weiss iniciarse en este asunto nuestro a través de ti»

«Iniciarse... ---dijo Elvire condescendiente--- ¿De qué hablas? Apenas nos conocemos.»

«¿Pero no es cierto ---me preguntó el Barón--- que usted intuye una cierta conexión o un sentido por descubrir?»

«Es una sensación muy vaga» repliqué.

«¡Prepárese entonces para disfrutar, porque mi revelación no lo dejará indiferente!»

Y en eso el Barón hizo señas a un carruaje que nos había ido siguiendo a distancia. Nos subimos. El coche se lanzó en dirección a un suburbio occidental de la ciudad. A lo largo de la orilla de un lago se extendía un ancho parque con puentes, pequeños embarcaderos, carpas, fuentes y estatuas. Al fondo se elevaba un lejano palacio coronado por una torre. Circulamos a través de un viaducto que terminaba en una avenida sombría y nos detuvimos en una rampa frente a un portal de cristal y bronce.

Un portero gigante con una barba blanca nos hizo pasar. Sea tan amable ---dijo el Barón--- de esperarme en la biblioteca con Elvire. Y desapareció tras una puerta a mano izquierda. Estábamos en un magnífico vestíbulo blanco y dorado. La biblioteca ---me explicó Elvire--- es subterránea. Caminamos sobre un alfombrado rojo a lo largo de un gran pabellón iluminado por un tragaluz, en cuyo final unas pesadas puertas de doble hoja se cerraron mecánicamente tras nuestro paso y ahí nos detuvimos en un corredor embaldosado frente a una escalera descendente de mármol. Una vez abajo, Elvire abrió una pequeña puerta doble acolchada que daba a una sala ovalada cuyas paredes tenían incrustados armarios de cristal en forma de nichos. En el medio había una mesa redonda gigante revestida de verde con cómodos sillones alrededor. La luz provenía de unas claraboyas en el techo. Por encima de la mesa colgaba una lámpara con forma de delfín. Nos hundimos en los sillones. La mesa estaba cubierta de carpetas con imágenes. «Le agradecería mucho que me diese una explicación» ---sugerí a Elvire.

«Oh, ¡no crea que yo estoy mucho más informada que usted!» ---dijo con una sonrisa melancólica. «A mi tutor, el Barón, siempre le ha gustado rodearse de misterio. Por lo que he podido deducir él es una especie de hipnotizador, cabalista, magnetizador, teósofo, un poco de todo y todo en uno. Lo cual me podría haber traído sin cuidado si se me hubiese mantenido al margen de ello. No obstante, un tiempo atrás él empezó a implicarme en sus desagradables trucos. Me sumergió en estados de trance, me hizo caer inconsciente en sueños similares al que le conté. Y finalmente la situación se volvió cada vez más inquietante. Ni hasta el más remoto de mis pensamientos le fue velado. Yo me había vuelto completamente transparente a sus ojos, sí, él adivinaba mis intenciones incluso antes de que yo misma las reconociera.

Y hasta ahí llegué. Un buen día me hice transferir una importante suma de dinero ---si él adivinó mis intenciones de escapar, pues no lo sé. Ahora me da la impresión de que lo hice con su permiso. En cualquier caso mi huida fue todo un éxito. Durante un largo tiempo estuve en paz, sintiéndome libre como un pájaro y haciendo lo que se me antojaba hasta que... bueno... el resto ya lo conoce. ¡Ayúdeme a deshacerme de esta insufrible dependencia! ¿Haría usted eso por mí?

«Me encantaría. Pero esperemos a ver qué tiene el Barón para decirnos.»

XI

No tuvimos que esperar mucho rato, el Barón entró en la habitación. Se sentó cómodamente frente a nosotros y nos dedicó una amistosa sonrisa.

«Una vez más, Elvire, admito mi culpa. Y por todos los cielos, mi apreciado señor Weiss, no se moleste en intentar salvar a Elvire de mis garras desempeñando el rol de caballero acorazado. Ella no necesita ser rescatada. ¡Escúcheme bien! Intente vadear toda desconfianza en su mente. En pocas palabras, lo que yo hago es estudiar los sueños de manera experimental y Elvire es una extraordinaria sonámbula, aquello que los espiritistas llamarían «médium». Pero yo no soy ningún espiritista, yo soy... soy sencillamente una persona incapaz de afrontar la fragilidad de la vida, la mortalidad, la impotencia y las limitaciones de nuestra existencia sin hacer esfuerzos drásticos para lograr un dominio sobre ellas. ¡Así de radical! Estoy convencido de que es perfectamente viable sanar esta miserable existencia nuestra dotándola de una perfección paradisíaca, que sea divina, inmortal y libre: digna de ser idealizada. No me voy a resignar. Ya bastante desagradable es el sinfín de dolorosos fastidios de nuestra vida. ¡Tiene que existir un medio para aliviarlos por completo! Sí, soy un utopista, ¡y lo digo con orgullo!»

«¡Así nunca me hablaste, tío!» ---se quejó Elvire.

«Me declaro culpable, como dije antes. Sé que te traté como a una niña, te subestimé y te utilicé como si fueras un objeto. Tu huida, sin embargo, me dio una buena lección. Comprendí que mujeres y niños no merecen en absoluto ser tratados como un instrumento o aparato, por muy honorables que sean las causas. Repararé esta grave equivocación en mis futuros planes.»

«Tengo mucha curiosidad por el medio con que lo va a ejecutar, señor Barón.»---dije intrigado.

«Se lo puedo decir con una palabra ---respondió--- y es a través del sueño. ¡Pero déjeme terminar lo que decía! Nadie puede negar que el sueño, así como la muerte, existe de manera objetiva. Pero la pregunta es: ¿existen también de manera subjetiva? El sueño y la muerte son constatados por aquellos que están despiertos y vivos, respectivamente. Sin embargo, para quien está dormido o muerto esto no solo es problemático sino también imposible, sobre todo partiendo de la idea de que nuestra conciencia (el espíritu en sí mismo) es divina, libre e inmortal...: pero ¿de dónde entonces debe uno partir si desea alcanzar la propia inmortalidad? El idealista, que no solo imagina el ideal sino que busca su realización, se ve forzado a por lo menos empezar con algo subjetivo antes que irreal. Desde el exterior parece imposible demostrar que no se pueda aniquilar la conciencia: uno tiene que saber en su interior que no somos nada menos que divinos, libres, inmortales, ¡lo tenemos que sentir y querer!»

Me miró como esperando una protesta.

«Me da la impresión de que es esta una máxima poderosa ---dije yo--- y al mismo tiempo una aseveración susceptible de ser abatida por la primera verdad medianamente convincente.»

«Eso es porque no tiene en cuenta la humilde modestia de esta aparentemente descarada autoafirmación ---dijo el Barón. Porque usted no tiene presente que de hecho es el interior lo que se anima con atributos divinos, a pesar de que uno se presente al mundo como llanamente desplomado a su merced, ¿no es cierto?

«Reproche faustiano» ---dejé caer.

«¡Así es! Se está aproximando a lo que me refiero. En todo caso, sepa reconocer que yo, al hablar de la omnipotencia de mi conciencia interna, voluntad y percepción, de ninguna manera me proclamo capaz de hacer realidad mis ideas de un modo instantáneo y con una omnipotencia objetiva, sino más bien represento, proyecto y persigo. Si llegase a comprobar que estos desvanecimientos o exterminios de la conciencia que suponen el sueño y la muerte existen de manera objetiva pero no en el propio sujeto que duerme o muere, entonces podré en principio esperar, mediante un animado divino despertar del sujeto, penetrar en el secreto del dormir y del sueño eterno de la muerte.»

«¿Y qué ganas con todo eso? preguntó Elvire. ¿Acaso, mi querido tío, con la manera en que me has torturado, has por lo menos conseguido algo?»

«¡Indudablemente Elvire! Y aunque parezca extraño... yo te dejé escapar y propicié tu no menos que infantil huida manteniéndote siempre vigilada sin que te dieras cuenta, porque esperaba así obtener mayores resultados. De modo alguno me vi decepcionado. Se ha cumplido una etapa, y por eso me he tenido que poner otra vez en contacto contigo y con usted, señor Weiss.»

«Cuyo sentido no termino de entender» ---declamé impaciente.

El Barón se levantó y dio unos pasos alrededor de la habitación. Se plantó frente a nosotros y nos miró fijamente. «En el hipotético caso de que yo tenga razón en la presunción de mis aptitudes divinas, seré recién entonces capaz de comprobar en qué medida las tan delicadamente perceptibles lagunas de la vigilia y del estar vivo contienen precisamente aquello que nos falta a los vivos y a los despiertos. Si ahora finalmente consiguiera establecer el nexo que tanto he buscado entre el estar despierto y el mundo del sueño, ambos reinos separados entre sí se unirían complementándose en un paraíso de perfección. Y, en efecto, para el asombro de todos nosotros, los primeros signos de este casamiento ideal ya se han finalmente presentado ¿no es cierto?»

«¿Pero cómo puede usted saber eso, señor Barón?»

«Porque conozco a Elvire y porque el mundo de sus sueños hace tiempo es mi segundo hogar. Porque he permanecido a su lado, incluso cuando ella creía haberse escapado de mí largo tiempo atrás. Por ejemplo, la casa de Elvire está diseñada exactamente según mis indicaciones.»

Elvire se levantó encolerizada pero el Barón consiguió que recuperase la calma, y yo, aun algo reticente la persuadí para obedecer al Barón y llegar al fondo del asunto.

«Ya no voy a tolerar más este espionaje hacia mi persona ni toda esta basura de transacción misteriosa. Antepongo mi libertad a todo lo demás. ¡Prefiero terminar como una gitana antes que como una especie de mascota profética a la merced de tu contribución a la felicidad mundial!»

Se levantó de un respingo de su sillón. El Barón se interpuso en su camino. Yo también me levanté.

«¡Elvire! ---dijo el Barón, insistente e indulgente--- haz el favor de comprender. A partir de ahora confiaré plenamente en ti. No me guardaré más secretos para ninguno de los dos. Hoy mismo te entregaré en mano la clave para entender todo este onírico asunto.»

XII

Yo empecé a manifestar confianza ante el Barón y supliqué a Elvire que no opusiera más resistencia, sobre todo porque tendría que acabar rindiéndose a la fuerza en caso de no poder dominar su repulsión.

«Pero es que nadie puede obligarme ---dijo Elvire con determinación, a la vez que se iba calmando--- a ser un conejillo de Indias.»

«¡Exactamente! ---Enfatizó el Barón--- por eso no hay nada más que discutir. Ahora se trata solo de concluir lo que ya hemos iniciado y conseguido y para esto solicito tu permiso, que tu curiosidad, sin duda, me concederá.»

Yo apoyé al Barón en su demanda, y Elvire, a pesar de afirmar tener mucha menos curiosidad de la que nosotros le habíamos atribuido, se mostró finalmente conforme. En ese momento apareció un sirviente con la noticia de que estaba todo listo. Elvire se aferró a mi brazo. Subiendo escaleras y atravesando interminables pasillos llegamos por fin al salón comedor. La conversación en la mesa discurrió entre temas místicos, la magia, los sueños y se perdió alguna que otra vez en abstracciones metafísicas. El Barón nos recordó la definición de magia de Schopenhauer como metafísica experimental. Aseguraba tener los argumentos más sólidos para esperar que La Era de la Tecnología fuese suplantada por El Milenio de la Magia de la Voluntad.

«La voluntad» ---dijo--- no es para nada un asunto sencillo. La voluntad es la libertad, es la omnipotencia, es Dios en todo su esplendor. Lo que uno toma habitualmente por voluntad no es en absoluto la voluntad original e inmediata, aquella voluntad como Ser; sino más bien solo su apariencia, la declaración de algo ya deseado por uno y por lo tanto dependiente y necesario. La voluntad verdadera es libre en su creatividad, y evidentemente sin esta función, se crean disparates: criaturas necesarias, la necesidad en sí misma, el destino, conseguir el orden del mundo ---de esto es de lo que se olvidan los anarquistas idealizadores de la liberad.

Yo lo escuchaba, por supuesto, con gran entusiasmo e incluso Elvire parecía estar también cautivada. Puede que ella jamás hubiera podido oír hablar al Barón tan abiertamente y lo miraba ahora con otros ojos.

«¿Pero cómo llega uno a lograr ---pregunté con curiosidad--- la libertad de la voluntad?»

«Eso se logra al alcanzar la pureza interna» ---me respondió.

Y en cuanto percibió en mí que no había entendido por completo lo que me había dicho, meneó la cabeza, se quedó un instante en silencio y enseguida continuó tranquilamente, con la mayor prudencia en sus brillantes ojos:

«El propio ser individual, nuestro interior, el yo: es el equívoco de los equívocos. Elvire se toma a sí misma por Elvire. Usted me dirá que es el señor Gumprecht Weiss. Y yo, por mi parte, no puedo estar más lejos de tomarme por el insigne Barón von Böckel, el despreciado tutor legal y tío de Elvire. Desde luego, en un sentido relativo ciertamente lo soy. Sin embargo, en un plano absoluto y esencial, desde la libertad de mi voluntad, yo soy...»

Nosotros contuvimos el aliento.

Y riéndose continuó:

«...yo soy: el creador... ¡Pero esperen! Veo claramente que me están juzgando de no estar en mis cabales o de sufrir delirios de grandeza. ¡Pues no! ¡Error! Voy a explicarles nuevamente: si bien es cierto que la omnipotencia interna manifiesta su efecto exteriormente, esto no quiere decir que lo haga en un simple relampagueo. Sino que en este punto es imprescindible la voluntad más paciente e incansable. Ser un creador no es fácil; para ello uno ha de conservar puro su interior, lejos de agentes externos: pero PERMANECER es lo más difícil (no solo bajo las condiciones más adversas debido a la aparente consecución del efecto opuesto, sino también debido a una aparente ausencia total de efecto), y esta dificultad es la culpable del exiguo número de perseverantes.»

«¡Qué curioso! ---dije yo--- ¿entonces podría decirse que a uno, en efecto, con una voluntad omnipotente nada se le puede resistir?»

«Esa es una presunción radicalmente incorrecta.» ---aseguró el Barón. No hay nada en este mundo más difícil y poco frecuente que la manifestación de la omnipotencia interna; y no hablo de conservarla estéril, quietista y potencial, sino de llevarla a lo productivo y mantenerla cinética y activa. Solo esto, en principio, en lugar de lo profano potenciado por tecnología artificial, dará lugar a una extraordinaria efectividad mágica. Para ello, uno primero tiene que identificarse en lo más profundo de su ser con nada más ni nada menos que con el creador. Las múltiples religiones extáticas de todos los tiempos corroboran que esta no es una particularidad tan inusual. Pensemos en el hinduismo, en el cristianismo primitivo, el neoplatonismo, en el poderoso misticismo de la Edad Media, una corriente que se ha mantenido hasta nuestros días.

La segunda condición sería que uno identifique la creatividad consigo mismo en tal medida que, como semejante ser divino, no acabe ejerciendo con fines cotidianos, mundanos y profanos, sino que, por el contrario, aproveche al máximo su energía.

Y he aquí la carencia fundamental de la voluntad. Ya que o bien uno se deja enajenar por el éxtasis de Dios, la propia voluntad se hunde y desaparece en el fervor religioso de un alma negadora del mundo. O si no uno ejerce una mundana energía americana, que ya no proviene en absoluto de un ser divino sino de una persona con una fuerte voluntad terrenal y ordinaria. Y así es como la vida real permanece escindida.

Por eso aquí es donde quiero practicar esta fusión. Quiero demostrar que el éxtasis de la voluntad no tiene por qué terminar en un estado de nirvana individual, sino que uno puede dirigir la omnipotencia mágica adquirida en beneficio del mundo. Yo quiero probar esto... de manera experimental... más concretamente con ustedes dos, una mujer y un hombre, dos personas en sus polaridades. Debido a mis honrados fines me sentí con el derecho de utilizar a Elvire para ciertos experimentos sin el menor escrúpulo de conciencia. Espero, Elvire, que me veas ahora desde otra perspectiva.»

«Sin duda alguna,» agregó Elvire «y hasta puedo decir que me gustaría conocer ahora la naturaleza de tus experimentos.»

En lo que a mí concierne, debo confesar que el Barón me tenía hechizado de pies a cabeza. Se presentaba ante mis ojos como un ser elevado, lo cual debe de haber percibido sin dificultad.

XIII

«¿Entonces, tío, tú puedes hacer magia? ¿Puedes hacer milagros? ---exclamó Elvire con un tono que mezclaba preocupación con sorpresa, tan ingenuo que el Barón y yo nos echamos a reír.

«Debes saber, mi querida Elvire ---dijo el Barón riendo--- que en el fondo no hay nada que no sea un milagro. Aun cuando la firme regularidad en la que se produce la eterna creación objetiva de un milagro hace que deje de parecer un milagro. Si la propia voluntad, el milagro de los milagros, es realmente creativa, conseguirá así también brillar objetivamente con su propio resplandor a través de la sobria superficie de la regularidad misma. Yo propongo que nos levantemos de la mesa y vayamos al laboratorio de los milagros.»

Resultó ser que el castillo estaba construido en forma circular alrededor de una torre. Caminamos a través de algunos pasillos y pequeñas salas hasta un patio interior en cuyo centro se erigía vertiginosamente la gran torre.

El Barón levantó, tirando de un aro de metal, una baldosa cuadrada del suelo asfaltado del patio.

«Se sorprenderán ---dijo--- de que no hay puerta o portal, ningún tipo de entrada a la torre a la vista. He tenido que ser lo más cuidadoso posible con la accesibilidad a mi taller. Desde su construcción, aparte de mí, solo unos pocos no iniciados han atravesado sus puertas, ni siquiera Elvire ha entrado jamás estando despierta. Prácticamente todas las reparaciones las puedo ejecutar por mi cuenta.»

Tomó un gancho a modo de llave y lo movió como si fuese un destornillador en el cuadrilátero de donde había sacado la baldosa. Se oyó un estruendo y un luego un ronroneo, y, para el también evidente asombro de Elvire la imponente torre descendió suave y majestuosamente hasta quedar sepultada a la altura del patio. La torre se movió de arriba abajo como un colosal ascensor en un foso abismal. Su azotea, frente a la que estábamos ahora parados, tenía una estructura orbicular de cobre provista de un pararrayos y de la que nos separaba aún una fuerte reja de latón. El Barón abrió el cerrojo de una pequeña puerta enrejada y entramos en la circunferencia. Apareció una puerta horizontal, que el Barón abrió en vertical. Una escalera en espiral emergió. Apenas nos dispusimos a bajar por la escalera se oyó de nuevo un estruendo, indudablemente la torre volvía a ascender. La escalera de caracol nos condujo directamente a una espaciosa rotonda. La luz de la tarde se filtraba a través de las claraboyas en la habitación que servía ahora de laboratorio.

«Aquí ---dijo el Barón--- pongo a la tecnología al servicio de mi voluntad. La superación de la tecnología por la magia de la voluntad no significa su inminente sustitución o abolición, sino que esta solo va a ser utilizada directamente por la voluntad pura y desnuda. Yo espero, sin embargo, llegar tan lejos como para que el único aparato tecnológico que necesite para la consecución de los efectos de mi voluntad sea el propio cuerpo y nada más.»

Nos sentamos a una sencilla mesa con un macizo tablero de madera. Yo miré a mi alrededor intentando encontrar en vano aquel gran aparato tecnológico. Pero solo vi instrumentos de mecánica de precisión y maquinillas que no pude evitar tomar por modelos en miniatura.

«Estarán ustedes decepcionados ---dijo el Barón adivinando mis pensamientos--- al ver solamente aparentes bagatelas. No obstante, he de decir que la auténtica fuerza no necesita más que lo mínimo para llegar a lo máximo, y que lo suave, simple y delicado se impone a lo fuerte, grande y pesado. Como ciertas cajas fuertes cuya cerradura inteligente solo se abre mediante la pronunciación de unas palabras mágicas. De un modo análogo consigo yo mis milagros a través del lenguaje, o mejor dicho, de la lógica.»

«¿Está usted bromeando, Barón, o acaso quiere hacernos creer en los misterios de la cábala?»

«Aunque no encuentro absolutamente ninguna diferencia sustancial entre el abracadabrantismo de Llull y el imperativo categórico de Kant, no estoy, por así decir, atribuyendo un potencial mágico a las letras, a las palabras o al lenguaje utilizado en sí mismo, sino al hablante. Pero también depende de quién sea el hablante. Usted habrá reparado en ello: cuando el poeta lírico utiliza un lenguaje que lo inspira, alienta y estimula, transmite con él punzadas de emoción arrebatadora. Las mismas palabras que en boca de un individuo corriente suenan banales producen milagros cuando son enunciadas por un ser especial, un creador.»

El Barón colocó sobre la mesa una especie de pequeño telescopio al que le salían unos hilos metálicos delgados como filamentos y los conectó a una máscara que se puso y ajustó por detrás de la cabeza. Murmuró algo que no alcanzamos a descifrar del todo. Las claraboyas se cerraron automáticamente y al mismo tiempo se encendió la luz eléctrica de algunos de los focos instalados en las paredes redondeadas de la sala. De repente se formó frente a nosotros, como salido del aire, un espejo de extrema nitidez, bien pegado a la mesa.

«Hemos de convencernos ---requirió el Barón--- de que este espejo es, por así decir, soñado, puro éter, imponderable y perfectamente penetrable, es un reflejo inmaterial.»

Dio un paso a través del espejo y una vez dentro de él se hizo invisible a nuestros ojos.

«Desde el otro lado ---lo oímos decir--- no es un espejo, sino algo completamente transparente desde donde los puedo observar.»

Él quiso probarnos la veracidad de este hecho y nos invitó a seguirlo. Atravesamos el espejo como si fuese aire y desde el otro lado no vimos ningún rastro del mismo. Elvire estaba especialmente encantada: «Lo que siento ahora es deleite con tus experimentos, querido tío... ¡Debiste iniciarme en esto mucho tiempo atrás!»

«En primer lugar, Elvire, necesitaba la inconsciencia de tu sonambulismo, a partir de la cual obtuve muchísimo, quizás todo lo que necesitaba.»

«Explíquenos más, Barón ---supliqué emocionado. ¡Haga el favor de revelarnos su secreto!»

XIV

El Barón se quitó la máscara. El espejo desapareció.

«A decir verdad ---retomó el Barón---, si ustedes pueden hacer memoria, ya les ofrecí todas las explicaciones posibles cuando estuvimos sentados a la mesa. Quien tiene una posesión absoluta e indiferenciada de uno mismo está eo ipso identificado con el principio creador. El individuo ingenuo, ignorante de sus propios misterios, se encomienda íntegramente a la búsqueda, externa y objetiva, de la famosa piedra filosofal. Pero no es sino la auténtica introspección la que encuentra en el propio sujeto la verdadera piedra filosofal. Entiéndanlo como que somos siempre una especie de Midas, es decir, que todo lo que tocamos se convierte bien en oro, bien en heces, pues la capacidad transformativa está ligada a la idiosincrasia del sujeto. Tanto el descreído como el más ingenuo, el escéptico como el optimista y también el pesimista; todos y cada uno de ellos se encuentran confirmados en este mundo. El mundo no es más que el reflejo de la mismísima subjetividad. Lo acabo de probar experimentalmente con un símil en donde hasta las vendas más impenetrables nos dan la sensación de ser totalmente transparentes a nuestros ojos y capacidad perceptiva. ¡Deténganse a pensarlo! El espejo es una peculiar muralla separadora de sentidos opuestos, mundos alternativos. El original óptico real no es, como uno podría decir a la ligera (error veritate simplicior), la cosa en sí; por ejemplo: el cuerpo que está de pie frente al espejo, se refleja en este también del otro lado. Lo que me lleva a dudar, por ejemplo, que si en primera instancia no hubiera espejos existiera en absoluto un original óptico sobre el cual un espejo podría incorporarse y mostrar finalmente un reflejo óptico. Más bien, diría que el espejo artificial, así como el espectáculo dentro del espectáculo, representa este fenómeno en particular en que el espejo, la reflexión a fin de cuentas, es la conditio sine qua non tanto de la imagen como de su reproducción, pseudooriginal y reflejo existen en reciprocidad.»

«¿Pseudooriginal? ¿Por qué pseudo?» pregunté consternado. «¿No estará queriendo decir, señor Barón, que sin espejo, el original reflejado en él queda inmediatamente suprimido? Si destruyo al espejo que me refleja no acabaré desvaneciéndome con él.»

Elvire se mostró enfáticamente de acuerdo conmigo. El Barón continuó:

«Ya les advertí anteriormente que no confundáis lo que sois en sí mismos con algo individual, con un cuerpo o una persona. El verdadero Yo no tiene absolutamente nada de objetivo, digamos que es el principio creador de todo lo objetivo, externo, diferenciado. Por eso, este verdadero yo, el mago, para poder materializar sus poderes, es decir, crear sus objetos realmente con su propia fuerza, necesita una plena conciencia y voluntad y mantenerse alejado de todos los elementos externos que puedan inducir una confusión con el propio ser. Tengan en cuenta que el yo verdadero es el todo cósmico sin excepciones, la indiferencia creadora de todo lo diferente, el inmenso syn del mundo, y uno se puede servir, en principio, de la ventaja de todas las ventajas, la de ser el creador del mundo, sola y exclusivamente cuando uno no puede ni quiere reconocerse a sí mismo como otra cosa que como tal, recién entonces podrá sentirse así y experimentarse en plenitud. Entretanto sufrirá de su admirabilis ignorantia, qua Deus ipse nescit, quid sit...5 Ahora bien, es en el acto a través del cual el yo indistinguible de sí mismo se diferencia y objetiviza como parte del mundo, que es susceptible de reflejarse en un espejo. El espejo es el fenómeno originario que posibilita la diferenciación de lo que de otro modo sería idéntico. En este sentido es el símbolo más puro del creador. Impotente en sí mismo, será empleado por la mano del creador para la realización de todas las fantasías, sabiduría y voluntad. Sí, ¡es el producto de la fantasía!»

«Aun así---agregué---por mucho que lo desee y por mucho que me apasionen sus palabras no acabo de entender esta supremacía del espejo.»

«Sin espejo no hay posibilidad de discernimiento, sin posibilidad de discernimiento no hay mundo, sin mundo, sin creaciones, no hay creador» respondió el Barón automáticamente «la más mínima diferencia requiere ya un espejo, la posibilidad de una diferenciación de sí mismo del sujeto idéntico en sí mismo, esto es, la objetivación.»

«¿Cómo puede ser entonces ---quise saber--- que una nada, una carencia de mundo, de apariencia y de diferencia pueda reflejarse de un modo distinguible en un espejo?»

«Por un malentendido ---respondió el Barón--- y es justamente aquí adonde quería llegar: es una confusión que se puede disipar inmediatamente al comprender que la nada creadora es la generadora misma del espejo, de la posibilidad de discernimiento como una forma de posible objetividad, y con la fuerza de este espejo, polariza el contenido inagotable de esta forma de diferencia de tal modo que se objetiviza en un verdadero mundo doble, en el que uno refleja al otro, como por ejemplo el cuerpo en el espejo al cuerpo frente al espejo. El espejo en sí mismo es una especie de nada objetiva, y una neutralidad mágicamente efectiva para la voluntad creadora: actúa como mediador de la común oposición de todas las apariciones.

«Sin lugar a dudas se olvidan ---interrumpió Elvire nuestro diálogo--- de que en su compañía tienen a una pobre muchacha que encuentra la práctica de experimentos mucho más esclarecedora y atractiva que esta insufrible teorización inane de los mismos. Y, a propósito, el señor Weiss se está olvidando de que al atardecer, que empieza ahora mismo, está citado en su casa con un ente soñado.»

Yo agradecí a Elvire por su oportuno recordatorio y me lamenté frente al Barón por, efectivamente, tener que despedirme y no poder disfrutar de la suerte de ser introducido en el tema más en profundidad.

«¡Usted dirá!» me dijo el Barón mirándome con una misteriosa certeza. «Mi próximo experimento podría consistir, si usted quiere, en transportarlo a su habitación sin necesidad de poner un pie fuera de esta torre.»

A Elvire le encantó la idea y me suplicó encarecidamente que aceptara. No le hizo falta una gran persuasión; en todo caso me serviría para finalmente saber si el Barón había prometido demasiado.

XV

La habitación se oscureció.

«¿Qué es todo esto?» preguntó Elvire nerviosa.

«Es un experimento que no debería inquietarte en absoluto. Como dije antes, voy a ahorrarle al señor Weiss tener que llegar hasta la mampara de su habitación --ya ven qué tan familiarizado estoy--- desde la lejanía.»

«¿Pero cómo puede usted ---pregunté asombrado--- conocer con tanto detalle no solo mi habitación, sino también mis sueños?»

«Bueno, pues basta con pensar que Elvire ha sido hasta ahora mi más eficaz... médium y que por eso conozco a la perfección todos sus sueños, que además, en gran parte, yo mismo le originé. Y dado que toda la información extraordinaria que recibo queda almacenada y preparada para su reproducción en este aparato, no es ninguna complicación para mí hacer aparecer aquí su dormitorio o el departamento de Elvire. Cinematoscópicamente hablando, es un truco de lo más sencillo.»

Lo escuchamos hacer reajustes. Un cono de luz cegadora salió destellando hacia arriba y en una esfera luminosa que flotaba en el medio de la habitación como un espejo con forma de bola apareció, con todas las particularidades de su mobiliario, mi propio cuarto. Tenía el atractivo encantador de un idilio o de una naturaleza muerta y tal como todo reflejo, la particularidad de embellecer y alienar el original con una cotidianidad singular y ennoblecedora.

«Esto es realmente fascinante» ---dijo Elvire.

«Pues tu encantamiento no hará otra cosa que aumentar, doy fe, cuando seas consciente de que mi aparato no es nada menos que un «televisor», aquel artefacto con tanta vehemencia ansiado por la tecnología y que la imagen que reproduce se corresponde al tiempo real, es decir, que nos muestra los acontecimientos que transcurren ahora mismo en su habitación, señor Weiss.»

«Tío, me vuelves a poner los pelos de punta ---dijo Elvire horrorizada, aunque su tono tenía también algo de divertido.»

«¡Ahora presten atención los dos! ---nos ordenó el Barón--- ¡Miren fijamente, tal como se les sugirió, a la mampara frente a la cama!»

La esfera de luz pareció acercarse flotando hacia nosotros en la habitación hasta que la imagen superó su tamaño original. Pude percibir la cercanía de la mampara al alcance de mi mano. E inmediatamente se activaron los ojos internos de mi fantasía en su superficie. Un sinfín de figuras y caras se alternaban constantemente. Hasta que finalmente un único fantasma con rasgos indefinidos se plantó inmóvil frente a mí.

Y en tanto que mis ojos engullían estas sombras sin definir, me sentí aturdido por un cierto contraefecto. Al fijar mi mirada se fueron haciendo más y más claros los rasgos individuales de la figura y no tardé en encontrarme inconfundiblemente frente a la imponente figura del hombre de mi sueño.

«¿Lo ven? ---preguntó el Barón»

«¡Lo vemos! --- respondimos al unísono, y resultó ser que Elvire también conocía a este personaje de sus sueños.

El Barón hizo desaparecer la esfera al tiempo que se encendía de nuevo la luz eléctrica. «Todo esto es maravilloso, sin lugar a dudas ---aseguró el Barón--- pero no es más maravilloso que la llamada cotidianeidad en sí misma. Y con tal de que Elvire ---y quizás usted también señor Weiss--- no se espante respecto a lo que viene a continuación, lo lamento mucho por ti, querida, pero me veo obligado a retomar un poco la teoría: El mundo, apático, prestó demasiado poca atención a Immanuel Kant cuando éste habló del espacio infinito del exterior como de un apéndice de nuestro interior. El espacio es espacio solo para el sujeto; y todo lo que tiene que ver con el espacio en sí mismo nos resulta problemático. El único que parece haber evaluado la gravedad de esta idea revolucionaria y además con el mayor ímpetu ha sido el filósofo Ernst Marcus, el más grande pensador de nuestros tiempos. Él profesa que la percepción sensorial no es solo física sino también cósmica, que no solo forma parte del cuerpo, más concretamente del cerebro y de los nervios, sino de todo el cosmos, es decir, que el cerebro no solo recibe concéntricamente las oleadas de percepción, sino que también las emite excéntricamente. El sol que veo, no lo experimento en la retina de mis ojos o el cerebro, sino inmediatamente a una distancia de veinte millones de millas en el mismo sol.»

El Barón alcanzó un libro, lo abrió y leyó en voz alta:

«Uno no tiene más que pensar en los rayos invisibles descubiertos por Röntgen para poder constatar que la corriente excéntrica emitida por el órgano central, escoltada en sus ondas por la aparición óptica, atraviesa la sólida bóveda craneal, la atmósfera, la materia del espejo y del cuerpo que hay al otro lado y así, de una vez, llegar a entender mi tesis. De hecho, sería también de lo más maravilloso que las corrientes concéntricas emitidas por el reflejo del espejo no tuvieran exactamente el mismo efecto óptico real que la corriente concéntrica original que emana del sol.

En su problema de la percepción excéntrica, este especialista, el más profundo y objetivo en la lógica de la realidad prepara el terreno para un experimento que roza casi lo espiritual. Si existieran ---dice él--- placas análogas a las de la fotografía que fueran sensibles a las ondas emitidas por el cerebro podría uno captar y almacenar esas proyecciones en una cámara colocada detrás del espejo.

¿Y cómo? Bueno, después de todo, no será tan inconcebible que yo pueda haber encontrado un medio para recibir y emitir el caudal aleatorio de la mente y a través del cual el efecto de lo inevitable aumente en pos de lo aventurero. Eso pues, me comprometo de pies a cabeza a demostrar que es imposible no ser un creador. Aunque de más está decir que todo es posible y que es incluso una tendencia general la de no querer saber nada acerca de la propia fuerza creadora interna y que a través del olvido y la negación se abandone uno en un territorio yermo».

XVI

«Señor Barón ---dije yo---, me gustaría hacerle una única objeción que considero, además, nada menos que irrefutable: usted no es capaz de crear materia, siendo eso, en definitiva, lo mínimo a lo que un creador podría aspirar...»

«¡Ya veo! ---contestó el Barón--- ¿Y esta objeción le parece irrefutable? Eso parte del error de pensar que solo podemos definir y constatar por todas las cosas cuando en el fondo también estamos creando. Se trata básicamente de un malentendido respecto al principio de la creación. De más está decir que a partir de la nada no se puede crear. Pero eso sí: hay una creación que sale del mismísimo creador, de su interior, y que no es «nada» sino solo una «nada» carente de exterior, es decir, una «nada» sin distinción, sin diferencia ni polaridad. Creador y criatura se manejan de un modo análogo al de eternidad y tiempo, tienen una relación no precisamente cronológica. En la criatura, o digamos, en la materia que la compone es en donde el creador, a pesar de prevalecer, se representa instintivamente. Para poder darle un significado intencional, tiene que colocar al azar una imagen material que se desprenda de sí mismo, y así, ante todo, tiene que representarse a sí mismo, cultivarse deliberadamente como creador y en su interior no confundirse más con algo exterior, diferente o individual, así como tampoco con ningún hombre o mujer en particular.»

«Ah, esta aplicación práctica me gusta --- decidió Elvire---, pues he aquí la salvación frente a las inevitables privaciones fisiológicas congénitas o sociales, de las que sobre todo la mujer sufre miserablemente. ¡Si tan solo supiera cómo hace uno para cultivarse como un creador...!»

«La libertad --exclamó el Barón entusiasmado e irónico al mismo tiempo---, la más íntima autosuficiencia del alma es la única determinación creadora posible. Aquel que no posea la fuerza impetuosa fundamental para liberarse a sí mismo del mundo y vivir en el seno de su propia individualidad no es más que una creación, lejos de ser un creador. Es solo el creador que deja el mundo atrás el que tiene la capacidad de crear y con ello de dominar el mundo. Así es como yo domino especialmente y ante todo a mi propia persona, el Señor von Böckel. Aquel que no puede desasirse por completo de sí mismo, desprenderse de su persona, objetivizarse como si de un ser inanimado se tratara, aquel tiene el chisme para la creación estropeado y pasará él mismo a ser un objeto de la creación. La libertad está en saber presionar el botón de la maquinaria del mundo y sus maravillas.»

Uno podrá imaginarse con qué intensidad me cautivó este discurso. El Barón habló con un énfasis particularmente sobrio cuya naturalidad detonó en un paradójico aumento de su efecto. La impaciencia esta vez se apoderó de Elvire: «Ya nos has enredado lo suficiente con palabras. ¡Crea, tío, no hables más! ---insistió alegremente».

«Los experimentos, querida mía ---dijo mientras oscurecía la habitación--- tienen que efectuarse de una manera consciente, si uno no quiere acabar viendo, oyendo y alterando los sentidos igual que un niño, sin dedicar una reflexión o sin un entendimiento profundo de esta percepción sensorial y del contenido teórico de los acontecimientos. Ahora bien, terminemos con este llamado a la libertad más profunda. Dominar la propia conciencia, y de manera inteligible controlar uno mismo a la perfección aquello que va desde lo empírico a la voluntad universal con sus deseos individuales, sirviéndose de la divinidad interior universal y la humanidad exterior individual, es, me gustaría decir, automáticamente, dominar el mundo. Lo entenderán a continuación.»

Ahora que, nuevamente, mi habitación aparecía al lado nuestro, la figura del hombre que habíamos soñado se desprendió de la base de la mampara y entró con pasos audibles, plantándose frente a nosotros. Elvire lanzó un suspiro. Yo fui atravesado por un escalofrío sin precedentes. Uno podía oír al Barón operar con sus artefactos, de los que saltaban chispas alternativamente. La figura brillaba con una claridad extraña, similar a la luz de la luna. Abrió su boca de gesto severo y mientras sus ojos verdes llenos de gracia se dilataban y dirigían a nosotros con una inusitada soberanía, entonó con su voz como salida de un fonógrafo: «El Barón ha logrado establecer comunicación entre dos reinos que hasta ahora habían estado separados como por una montaña: el reino del sueño y el de la vigilia; o como uno podría decir también: él ha unido los dos polos de la conciencia, el negativo y el positivo. El túnel que ha franqueado esta barrera divisoria es aún muy delicado, estrecho y oscuro. Estamos intentando procurar, a través de una ingeniería psicofísica, la solidez, extensión e iluminación de esta construcción para que ambos reinos antagónicos se complementen por fin mutuamente en un estado paradisíaco. Pues toda nuestra miseria se remonta a la insuficiencia y la parcialidad que predominan en ambos reinos. Aunque me inclino a pensar que, por ejemplo, la persona que duerme está al fin y al cabo en una mejor posición que la despierta. Como dice el refrán: si la jeunesse savait et vieillesse pouvait6, podría efectivamente el despierto beneficiarse de los poderes ocultos del dormido no solo de una manera vegetativa sino voluntaria. Por otro lado, el durmiente carece de la actividad enérgica del despierto, y de ahí que por ejemplo yo, sin la fuerza de voluntad del Barón, sería totalmente incapaz de ejecutar esta entrada semiartificial en el reino de los despiertos, por muy instintivamente emparentado a él que me sienta y por mucho que quiera complacerlo. Mi voz, ni más ni menos, es semiartificial. Hablo a través del tremendamente ingenioso fonógrafo-intérprete del Barón. Soy, a propósito, como me presento aquí, una traducción en un idioma que ustedes pueden comprender, que es el polo opuesto al nuestro. Los esfuerzos del Barón y los míos se encaminan a que mediante una comunicación cada vez más fácil los polos de la vida y la existencia se comuniquen con cada vez más armonía. Por eso nos servimos intencionalmente de una pareja humana. El hombre se corresponde a los despiertos y la mujer al

polo durmiente.»

XVII

Las últimas palabras de la criatura de ojos verdes desencadenaron el extrañamente imperioso y a la vez temido contacto entre Elvire y yo. Nos rendimos al súbito efecto de una ardiente fuerza de recíproca atracción. Los ojos verdes de la figura soñada sonreían tanto que el Barón nos explicó: «A decir verdad, no hemos planificado nada menos que esto. Ambos tienen que expresar su correspondencia con rigor, de exactamente el mismo modo que Adán y Eva hicieron con el pecado original. Sí, de eso depende todo, y no de la procreación de un niño. Fabricaré a partir de los dos un ángel, por desgracia, de momento y con la ayuda de mis aparatos, solo un ángel artificial.»

«Un momento, querido tío ---dijo Elvire---: yo no quiero participar en esta celestinesca producción de ángeles con la asistencia de máquinas y para colmo con un resultado «por desgracia» artificial (ella dijo «por desgracia» y yo sentí un calor abrasador).

«¡Qué desgracia! ---dije yo, embelesado, atrapando a Elvire entre mis brazos. El Barón soltó una fuerte carcajada.

«No me cabe duda de que el resultado natural de esto no se hará esperar mucho. Sin embargo me gustaría tanto hacerles experimentar artificialmente esta sensación paradisíaca, en la que podrán sentir plenitud ya no como meras criaturas sino más bien como creadores.»

Yo sostenía a Elvire, que seguía oponiendo una ligera resistencia, embriagada entre mis brazos.

¿Entonces lo que tú deseas ---me preguntó en un tono seductor--- es un subidón artificial?

Yo lo negué rotundamente e imprimí ese «no» con un fuerte beso en la aridez de sus labios sedientos. El Barón, impaciente, empezó nuevamente a manipular sus artefactos.

«Sí, sí, mis queridos niños ---gruñó el Barón--- el amor es indudablemente un sentimiento hermoso. Pero todos los sentimientos individuales y este en concreto deberían subordinarse a nuestra conciencia vital y a nuestra percepción general del mundo ¿no les parece? Eso exige, al menos, una gran integridad espiritual, si no la mayor. Esta subordinación podrá alcanzar un balance tan completo y minucioso que el reloj del mundo podrá dejar de martillear para entonces entonar su tictac acompasado. Y en este sentido deberían ustedes por fin consagrarse al experimento que desde hace tanto tiempo les tengo preparado: a la aparición artificial del verdadero éxtasis de la vida.»

Elvire intentó protestar. Quería liberarse conmigo, que abandonáramos la torre. Yo, sin embargo, la convencí de que me hiciera el favor de entregarse a la voluntad del Barón, por lo que finalmente se dio por vencida.

Como acatando unas órdenes secretas, el ser de ojos verdes se nos hizo nuevamente visible: el Barón y él mantenían en voz baja una consulta de la que solo pudimos comprender las últimas palabras. El Barón riendo entre dientes susurró:

«Un lindo tema de redacción para muchachas avanzadas: La esencia del aura a la luz de la teoría marcusiana de la percepción excéntrica.»

Luego se volvió hacia nosotros: «Con la ayuda de mi amigo del reino de los sueños ---dijo señalando al fantasma--- he conseguido fijar materialmente el resplandor etéreo de las percepciones sensoriales que el cuerpo irradia. Yo puedo satisfacer, por lo menos artificialmente, el último anhelo de su amor en una creación en donde acabaran siendo uno, un ángel artificial. Para este fin, primero voy a hacer perceptible lo que normalmente está fuera del alcance de nuestros ojos: la continuación etérea del cuerpo más allá de los límites de la piel. ¿Qué debe hacer uno entonces para poder distinguir lo que de otro modo no sería diferente y por eso imperceptible? ---Digamos que uno no toma conciencia de su propia salud hasta que ésta se ve deteriorada. Así como solo a través de la sensación gélida de la nieve se da uno cuenta de la tibieza de sus propias manos. Indudablemente existe una serie interminable de sensaciones que se mantienen desconocidas para nosotros por el mero hecho de no haber tenido la oportunidad de contrastarse. (Eso enseña Marcus).»

Una especie de convulsión o sacudida eléctrica recorrió mi cuerpo al tiempo que Elvire también parecía perder el control. Sin embargo no tardó en presentarse una silenciosa explosión de conciencia individual bañada de una nueva percepción. Fue como si que de un momento a otro el sentido del tacto se hubiese adherido al de la vista, de tal modo que todos los objetos visibles parecía uno tocar con la punta de los dedos. El cuerpo hasta entonces tan estrecho se había expandido en la infinidad del cosmos y parecía embriagado de sol y sobrio al mismo tiempo. No obstante, la sensación del propio pequeño cuerpo humano se mantuvo. Tras el vértigo de la sorpresa inicial me encontré seguro en esta nueva situación. Para mi indescriptible deleite experimenté con Elvire una comunión espiritual e incluso carnal. La anterior rigidez de la individualidad de nuestros cuerpos se desvanecía y aun así nosotros seguíamos disfrutando del placer aumentado de nuestra reciprocidad. Pero el mundo, sin embargo, todo lo que nos rodeaba se había transformado de un modo peculiar. Todas y cada una de las cosas eran igual que antes solo que ahora más estetizadas, platonizadas o idealizadas. Aparte de esto lo más asombroso de todo fue que mis sentidos, hasta el momento poco más que receptores y constatadores, acarreaban ahora una estrafalaria energía activa que funcionaba bajo la inmediata influencia de mis pensamientos y mis palabras no pronunciadas con una serenidad particularmente soñadora. Elvire me confirmó este hecho. El Barón, en un tono más trascendental que nunca, tomó la palabra y explicó: «Pueden sentir en todas las extremidades de su cuerpo el despertar de la fuerza creadora original. Pero aún están en un nivel muy provincial de la vida, con sus cuerpos terrenales, no solares todavía. La teoría copernicana al principio de su puesta en práctica. El cuerpo se vuelve cósmicamente aéreo. El humano estalla convirtiéndose en un ángel, en lugar de solo volver a ser niño. El sentido primordial de la sexualidad, la indiferencia creadora y la identidad activan sus fuerzas por vez primera. ¿Qué queda de Gumprecht, qué ha sido de Elvire? Mi experimento comienza a tener éxito. ¡Atención! ¡No se asusten!»

El fantasma de ojos verdes nos contemplaba con gran entusiasmo.

XVIII

¿Qué iba a suceder ahora?

«Nada menos que su matrimonio ---respondió el espectro con una voz metálica y apenas perceptible--- en un único cuerpo e individuo. Digamos que ya no están tan estrictamente separados como antes, pero siguen siendo dos, no uno. Los aparatos del Barón pueden proporcionarles esta sensación de unidad solo de un modo fugaz y artificial porque, en efecto, un amor inusual los tiene unidos de antemano. Ustedes son iguales en el interior. Si quieren ser uno también exteriormente, entonces esa primera explosión que hizo cósmicos sus cuerpos sin acabar de combinarlos por completo deberá sucederse por una segunda que extermine lo que queda de esta dualidad y los funda en la plenitud de un solo ser.»

El Barón giró una manivela roja de cristal y un susto arrebatador se apoderó de mí con una sacudida de pánico. ¿Quién era... yo?... ¿Dios?... ¿El centro del universo? ¡Un individuo sin individualidad, solo mundo, solo cuerpo en un sentido impensable! Sí... ¡Qué insustanciales parecían ahora esos diminutos cuerpos de Elvire y Gumprecht! Qué ridiculez. Nosotros lo éramos todo... YO lo era todo... yo solo.

¡Cuánta armonía me rodeaba!

El laboratorio estaba bañado por una luminosidad mágica y cristalina, en la que cada objeto parecía estar bajo el hechizo de lo etéreo; toda la materia densa había desaparecido. Ante mí, yo mismo, con la radiante sensación de ser aniquilado, incorpóreo, y así y todo primordialmente vivo, cósmico, corpóreo, el Barón estaba, no sabría explicarlo de otra forma, atravesado imponentemente por aquel espectro de ojos verdes. Pero presentes había también dos figuras más: dos personas profundamente dormidas acurrucadas juntas sobre un colchón. Gumprecht, Elvire... ¿Nosotros? ¡No! ¡Nosotros no, yo no! Yo veía todo esto por debajo de mí, como desde fuera. La única sensación individual que tenía era la gloria, la gloria sublime mirando desde arriba a mis... creaciones. Todo a mí alrededor era como un delicioso salón de juegos. ¿No había sido esta mi más profunda fantasía? Sí, mis sensaciones terrenales, convertidas en fantasía y sometidas a mi voluntad. Qué maravillosa obediencia del todo, el mundo de los sentidos esperando nada más que mis órdenes. ¡Que así sea! Ahora quiero dar órdenes. Yo era la mismísima libertad.

«Sin embargo hay aquí una condición ineludible» --dijo una voz. Era la del Barón, o la del espectro, que era el Barón. Yo oí con atención.

«Ya no puedes destruir nada. Ya no te será posible equivocarte ni distorsionar, así como no podrás torturar ni ser torturado. Has perdido la libertad de ser feo, idiota o malvado. Y si te esfuerzas por ejercer esta capacidad perdida acabarás como un mamarracho al comprobar que ha sido en vano. Lo desagradable te saldrá bien solo si lo haces por diversión ¡Inténtalo!»

¡Pero cómo podría describir esta sensación! Era como un equilibrio de la fuerza de voluntad que jugaba a crear con el mundo de los sentidos a su antojo. Así estaba yo, en un perpetuo estado de omnipotencia y pese a ello con la advertencia de no producir nada retorcido o discordante: tenía que encontrar el equilibrio o darme por vencido, puesto que a decir verdad mi divinidad era poco más que un simple medio que no terminaba de ser activo ni pasivo sino más bien ambos en una especie de sentimiento onírico de unidad. Estaba embarazado del mundo. Todos los objetos a mi alrededor eran meros engendros de mi fantasía. Pero mi arbitrariedad creadora operaba bajo rigurosos principios. Voluntariamente o a la fuerza mi soberana libertad tenía que atenerse a ciertas condiciones. Su primera creación fue la ley; la ley de una armonía equilibrada que excluía todo caos, toda arbitrariedad anárquica. Yo era capaz de hacer lo que se me ocurriera con las cosas, o sea, con mi imaginación, que hasta entonces había experimentado en su forma más prístina. Por eso seguí tornando el caleidoscopio e intenté quebrantar la ley, o lo que habría podido hacer en ese caso, pero entonces un presentimiento me advirtió que con ello la omnipotencia de la voluntad de mi fantasía o mi propia divinidad podrían verse comprometidas. En vano me esfuerzo por describir esta sensación creadora. Yo soy un creador, pero me encuentro por encima de mí mismo en una oscuridad irisada. Yo bien sé que he soñado mi propio mundo a voluntad o más bien lo he alucinado. Me deleito en el placer creador del sueño.

¿Pero quién soy yo en verdad? ¡Espeluznante...! No soy nadie, nada, nunca ni en ningún lugar. Los que son alguien, algo, espacio, tiempo o materia son mis creaciones, pero yo no. Esta es la condición de mi omnipotencia: la renuncia a toda exterioridad o diferencia. Yo soy solo un diferenciador, un creador. Diferenciar significa crear. El creador nada más crea una diferencia; él solo se distingue del resto y esta polarización de sí mismo pasa a ser su propio mundo, su imaginación materializada. Ahora que la impotencia de la fantasía se había acabado, ya no se le resistía a ésta ningún mundo, pues ella misma era el mundo. Pero para ello había perdido la ligereza cinética que la caracterizaba: obedecía, pero solo bajo la ley de la armonía equilibrada. Ya no obedecía de un modo salvaje, sino estético, artístico y aun así real, no imaginario. Mi obra no era ningún artefacto, sino el mundo mismo como obra de arte.

XIX

El fantasma, el Barón, Gumprecht, Elvire, la torre, el castillo, el mundo entero... ¡míos! Creaciones mías. Pero como decía, no tenía derecho a ningún trato ofensivo hacia las apariciones de mi propia fantasía sin la consecuente destrucción de mi omnipotencia. Aunque lo mismo sí me habría podido permitir como un poeta trágico o más bien un comediante en su sentido más elevado.

Al final acabamos dependiendo de las criaturas que hemos hecho. O más bien esto empezó a suceder: mis criaturas iban apareciendo sin mi aparente intervención. Y una vez más: es imposible no ser un creador. La omnipotencia es muy común; pero por lo general no sabe nada de sí misma. Al alcanzar una conciencia propia, el mundo cambia en el sentido de que el sujeto ya no se confunde más con alguna de sus creaciones, como por ejemplo con las personas, sino que se identifica de un modo creador con la conciencia, el sentimiento y la voluntad. Cuando uno coloca en el mundo a cada creación desde el interior de su propio ser consigue de este modo ponerle fin a la burda certidumbre de, por ejemplo, la «propia» persona; es recién entonces cuando uno alcanza la posesión absoluta de la omnipotencia. Yo había interiorizado esa sensación de ser el Amo del mundo. Pero también era consciente de que la omnipotencia no era para haraganes, sino que requería la más severa disciplina. Ser capaz de soñar a voluntad, con intención y a la vez comportarse deliberadamente de un modo involuntario, ese es el arte de las artes: eso es magia. Yo, la criatura suprema en la jerarquía de mis creaciones, experimentaba el espíritu de la razón: la inteligencia, la comprensión, la sabiduría, la lógica y su instrumento la palabra. En el proceso creador tenía que someterme ante todo a las leyes de la razón así como de la lógica, una lógica real que se servía de los fenómenos materiales del espacio-tiempo de un modo análogo al que la lógica formal se sirve del lenguaje. Y aunque la omnipotencia sea la culminación perfecta de la propia divinidad, en lo que se refiere a su facultad creadora no es más que una eterna principiante. Así estaba yo ahora improvisando con la creación de mí mismo. El auténtico sujeto creador se comporta objetivamente en este proceso. No muestra entusiasmo ni apasionamiento: su pasión y entusiasmo son objetivos. Así fue como me sumergí en mi entorno y en la criatura que tenía que seguir creando. ¿Pero qué podía hacer yo aquí? Descubrí en todos y cada uno de ellos la herida de la aspiración a la perfección. Este laboratorio, el Barón y el fantasma del reino del sueño ¿no terminaron acaso en la consecución de un despertar perfecto, aunque fuera una realidad provocada artificialmente, al servicio de la propia voluntad y no dominada por ella? Con este objetivo, el Barón había preparado una comunicación artificial con las fuerzas oníricas del sueño, a través de la cual había cultivado la técnica de la telegrafía inalámbrica de las percepciones de los sentidos hasta aparatos sensibles a los nervios. ¡Qué ingenuidad, la de tomar este camino técnico para dominar el mundo en lugar de hacerlo desde la autoridad moral! Como si sin antes alcanzar un valor propio interior a través de la moralidad fuera posible alcanzar un estado técnico elevado! Mientras hacía esta reflexión, bajé la mirada y me percaté de la pareja durmiente, Elvire y Gumprecht, transformándose de un modo similar al Barón y su fantasma. La dualidad de sus cuerpos se combinaba como si estuvieran atravesándose mutuamente para formar un único y hermoso ser angelical. Sí, también las vestimentas de ambos participaban en esta metamorfosis. Al mismo tiempo, sin embargo, mi propia sensación individual fluía hacia el espléndido cuerpo así originado, y yo, puro espíritu sublime tan reciente que en cierto modo aun me resultaba escalofriante me sentí transfigurado, transustanciado, encarnado en este organismo sobrehumano. Recién ahora florecía el magnífico potencial de mi omnipotencia. Había alcanzado el punto en que la máquina funcionaba, el instrumento energético con capacidad sensorial y ya en perfecta armonía con sus extremidades me permitían ejercer mi durante tanto tiempo incapacitada superioridad y mi impotente divinidad sobre todas las cosas. Podía incluso dirigir a mi antojo a mi propia criatura que hasta el momento se me había resistido. Y pude confirmar en concreto lo que previamente en abstracto se me había hecho evidente: que los efectos de la omnipotencia propia surgen automáticamente y que la propia arbitrariedad omnipotente es instintiva, es decir, el automatismo objetivo es la función de la actividad subjetiva. Con la elevación del sujeto el mundo se perfecciona automáticamente. «¡Tengan el placer de liberarse de sus ataduras!» Absuélvanse de toda relatividad y toda relatividad se armonizará.

«Así y todo ---escuché decir al Barón--- por el momento esta elevación de sí mismos es meramente artificial, mi querido creador artificial»

«Barón: ---dijo mi boca de ángel--- ¿Y si hubieras calculado mal? ¿Y si de imprevisto, por no haber elegido a un sujeto inferior o simplemente común y corriente, si no a Mí, me hayas ayudado artificialmente a alcanzar una plena posesión de mí mismo liberando la auténtica voluntad divina que no precisa ningún aparato? O mejor dicho: ¿Y si tu contribución artificial hubiese favorecido a esta naturaleza incompleta el añorado impulso hacia el pedestal que nunca ha de abandonar? Yo soy tu obra solo de un modo aparente, Barón; tu, con seguridad, la mía.»

XX

«¡Ja! ---gimoteó el Barón--- mi gólem me está superando.» Y mientras decía esto estiraba la mano hacia el pomo de cristal rojo. Bastó una sola mirada mía para que su mano se desplomara inane. Al Barón se le aflojaron las rodillas. «Voy a romper este aparato en mil pedazos» ---hice decir a mi ángel---. Y así fue. Una simple seña con las cejas provocó un destello inigualable, seguido por un estruendo y por último un estallido sobrecogedor. Mi cuerpo angelical flotaba en el éter y a través de sus ojos claros vi por debajo de mí como desde una perspectiva más lejana un gran incendio. La torre y el castillo ardían en llamas...

«En la noche de ayer ---informaba el periódico local ---el castillo del extravagante millonario Barón von Böckel se calcinó hasta los cimientos. Mientras que la servidumbre tuvo tiempo de escapar del incendio, la torre en donde el Señor von Böckel se ocupaba de sus experimentos físicos explotó de arriba abajo. Todo parece indicar que no sólo el Barón, sino también su joven sobrina y un tal señor G. Weiss, frente a quienes el Barón quería hacer una presentación de sus experimentos, perecieron en este incidente. La búsqueda de restos humanos ha concluido sin éxito. La naturaleza de los experimentos del Barón no se ha podido establecer con exactitud. Se dice que el Barón se habría dedicado al estudio de la teoría del mundialmente famoso filósofo E. Marcus, conocido por haber solucionado con genialidad, pero de forma sencilla el problema de la excentricidad de nuestra percepción sensorial de modo científicamente objetivo.»

Yo no pude contener la risa cuando el Barón me mostró esta noticia. Para mí todo este asunto de la «explosión» no había sido más que una broma. Yo había salvado elegantemente al aterrorizado Barón. Claro que ahora ya no se podía hablar de una perceptible comunión con la humanidad. El Barón pasó a ser mi exclusivo e inseparable asistente, un puesto del cual era digno; y me servía además como mediador en ciertos casos, ya que podía adoptar cualquier forma que yo desease atribuirle. Las condiciones para la efectividad de mi omnipotencia se habían hecho evidentes, entretanto, de un modo plástico. El espíritu puro, desde donde internamente me experimentaba a mí mismo, es exteriormente impotente. Al servirse de un cuerpo humano para poder operar en el exterior, alcanza este, en el mejor de los casos y solo a través de la efectividad técnica del Barón, la creación artificial. Para la creación real, el cuerpo humano, que es solo una mitad y que incluso cuando se completa sexualmente no llega a la perfección exacta y se desvía del camino de la generación de su auténtica autosuficiencia: el «ángel», tiene que volverse íntegro, neutralizar su separación sexual, como en una especie de aleación química. El Barón había satisfecho artificialmente mis ansias creadoras naturales, precipitando con ello el momento divino de mi real omnipotencia. Como consecuencia se pudo finalmente componer a partir de lo masculino y lo femenino este cuerpo angelical, la fisiología cósmica inmortal, el mecanismo natural de la fuerza creadora más profunda. De manera que a través de este ángel se dividía y especializaba toda su omniefectividad. Como un ser único e individual en el interior permanecí por fuera también separado pero no como un ser aislado, sino como el señor de por lo menos la tierra, la humanidad, una especie de ser absoluto; en el Barón tenia al más versado ministro. Erigí mi residencia entre ambos polos alternativamente. El Barón era el ingeniero de la central enérgica del centro de la tierra. Nuestra actividad había empezado sin que la humanidad siquiera lo sospechase: nosotros habíamos descubierto las fisuras fundamentales de la humanidad, el «pecado original», que es ni más ni menos la mera falta de toda real POSITIVIDAD. Es perfectamente explicable que el estado de guerra se perpetúe hasta que esta gente me experimente, es decir, hasta que ellos se experimenten a sí mismos, la verdadera fuerza propulsora, el anhelo de una conformidad mundial, el yo divino, el triunfo sobre todo aislamiento, la armonización de cada detalle, el principio solitario de la socialización, el individuo, el auténtico ser original. Yo quiero hacer estallar el absurdo de la guerra de todos contra todos, hasta el mismísimo punto en que la alternativa sea evidente incluso para el más tonto en esta tierra: muerte o vida, guerra o triunfo. Pero vida significa el triunfo de todos los triunfos, el triunfo del yo más profundo sobre todas las exterioridades, sobre el mundo y las personas, la deshumanización del propio yo, a través de la cual el humano pase a ser ángel y el ángel pase a ser el amo de la tierra. Esta victoria empieza a asumir su poder. Yo soy esta victoria.

Yo soy esta victoria.

notas

Footnotes

  1.   La linterna mágica es un aparato óptico precursor del cinematógrafo que proyectaba diapositivas con una lámpara de aceite. (N. de la T.)

  2. Schiller, Der Spaziergang

  3. La cita no está atribuida, el autor muy probablemente es Immanuel Kant

  4.   En la mitología griega Leteo (o Lete) era uno de los cinco ríos del inframundo de Hades. Beber de sus aguas provocaba un olvido completo. En la antigua Grecia algunos creían que se hacía beber de este río a las almas antes de reencarnarlas, de forma que no recordasen sus vidas pasadas. (N. de la T.)

  5. Maravillosa ignorancia por la que un dios no sabe él mismo lo que es.

  6. Si la juventud supiera y la vejez pudiera.